Verde. La tribu de los Quibicús

Germinación

Sentada en la primera fila del homenaje a mi padre, me preguntaba si alguno de esos desconocidos era su amigo, si había alguien de ellos que lo conocía realmente y lo amaba por quien era y no por lo que representaba para el mundo. Algunos me resultaban familiares, pues salían en comerciales, pósters y redes sociales utilizados por la campaña de publicidad de la compañía de mi padre.

Papá mantenía la vida laboral separada de la vida personal. No le gustaba que conociera a sus compañeros de trabajo y mucho menos que ellos nos visitaran. Nunca entendí la razón, pero a veces sospechaba que estaba relacionada con el incidente de aquella noche en la que mi madre fue asesinada. Ahora me protegía en exceso.

Aún podía recordarlo en su oficina, siempre trabajando en ese proyecto que no pudo completar. Cuando me acercaba, me decía suavemente y con la mirada cansada: "Pronto recuperaremos la verdadera vida, aquella que deliberadamente destruimos". Poco entendía, pero adoraba cómo brillaban sus ojos cuando pensaba en ese proyecto. Saber que no pudo terminar lo que tanto amaba destruía mi corazón. No podía dejar de sentir inconformidad con su partida.

Mi padre había sido por más de treinta años el mejor científico de las 110 ciudades aún existentes en el mundo. Había ideado una compañía que se dedicaba a crear fábricas; estas trabajaban para mantener las ciudades en buen funcionamiento. Aunque el mundo le estaba agradecido, él se sentía responsable por haber traído a nuestras vidas semejantes bestias metálicas de la contaminación, que evitaban la extinción de la humanidad, pero también enviaban gases contaminantes a la atmósfera, por lo que solo prolongaban lo inevitable.

Las fábricas eran su más grande invento, así las describían las personas en las redes, tanto los noticieros y medios de información como los influencers. Según el gobierno principal de las ciento diez ciudades, era considerado el verdadero padre de la nueva tecnología y del nuevo siglo.

Estas abastecían a las ciudades de suficiente energía eléctrica, equipos, máquinas, trajes especiales, en fin, un sinnúmero de artículos utilizados por la población. También creaban recursos necesarios para la supervivencia.

Los productos más conocidos eran las píldoras alimenticias, que sustituían a la comida, y las cámaras de oxígeno, que eran necesarias para tratar la nueva enfermedad del siglo XXXI, relacionada con problemas pulmonares y para las embarazadas, debido a que los niños generalmente fallecían en el cuarto mes de gestación por la falta de aire a la que se veían sometidas las madres. Todos estos problemas aparecieron luego de "la muerte del planeta", así lo llamaban los científicos.

La tercera guerra mundial llevada a cabo por las grandes potencias destruyó gran parte del planeta; pero no fue la principal causa de la muerte del mismo. La contaminación de las aguas, el aire y los suelos a causa de los desechos tóxicos liberados por algunas fábricas hizo que resultara imposible sembrar alimentos. Por lo tanto, tampoco se pudo mantener la cría de animales, y poco a poco estos fueron muriendo. Cuarenta años atrás nuestra situación alimenticia era crítica. Por esta razón se inventaron las píldoras alimentarias. Nadie sabía de qué estaban hechas, pero contenían una alta concentración de proteínas y otros nutrientes necesarios para subsistir. Ningún ser humano nacido dentro de las paredes de las ciento diez ciudades desde hacía cuarenta años había probado la comida real. Cuando mi padre hablaba de la comida, a mí me parecía fascinante.

El homenaje era interminable. Los agentes de las tropas especiales hacían presencia en el acto de despedida. Ellos traían los trajes especiales que la compañía de papá había diseñado y que ahora eran creados en una de las fábricas. Entre los compañeros de su trabajo había una mujer que parecía tener unos cuarenta años. Tenía unas enormes bolsas negras debajo de los ojos, era de mediana estatura, ojos azules, pelo rubio largo y algo descuidado, pecas en las mejillas, nariz larga y fina con orificios enormes, labios gruesos y espejuelos de hierro cuadrados. Había captado mi atención porque era la única mujer que no usaba la aplicación make-up para lucir más joven y arreglada, algo extraño por estos días.

— Hola, Carolina — se me acercó una vez que el acto concluyó —. Mi nombre es Amalia. Solo quería decirte que conocía a tu padre y todo lo que dicen acerca de su trabajo es cierto; pero también era un excelente amigo. Realmente siento tu pérdida. Se ha ido un verdadero héroe.

Puso su mano en mi hombro y noté cierta incomodidad en su mirada. Luego se alejó de allí y no volvió a mirar hacia atrás. Se acercó a un hombre que reconocía muy bien, Thiago, el mejor soldado que he visto en mi vida, un hombre implacable y despiadado que se había ganado el título de "el terror de los salvajes" porque cuando se convertían en un problema mayor del que ya representaban, los eliminaba en un abrir y cerrar de ojos.

Estuvo un rato hablando con él y luego ambos miraron hacia donde estaba, como si estuvieran hablando de mí... "No, es solo mi imaginación o mi paranoia". Ese hombre me daba escalofríos, su mirada fría y calculadora me ponía los pelos de punta.

En la tarde volví a casa sabiendo que ahora la mansión Duartes se sentiría más solitaria que de costumbre. Incluso parecía ser solo un lugar vacío y tenue, como si toda la felicidad del mundo hubiese perecido también.

Cuando mi madre falleció, mi padre cayó en una horrible depresión. Sintió que su vida había culminado, pero fue gracias a mí que recuperó esa felicidad. Según él, yo era la alegría de esa casa, pero mis ganas de vivir se marchitaron con su fallecimiento.

Mi tutora se quedaría conmigo. Desde pequeña me había cuidado muy bien y me había enseñado todo lo que sabía. Además de ser mi educadora, era mi amiga, conocía todos mis secretos y la amaba como a una madre.

— ¿Quieres comer algo? — preguntó acariciando mi cabeza suavemente como solía hacer cuando yo estaba triste, pero su voz estaba distinta, quebrada quizás.




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