VERDUGOS
KYRAN CHANDRA
Eran tiempos acelerados, pasaban tan rápido que no era posible llevar su cuenta con eficacia, la matemática no lograba dar ni una pizca de sentido a una carrera sin dirección ni meta. La sombra de la muerte, de la peor, la de inocentes, volaba sobre la humanidad y en mi pueblo, frente al congreso, las mujeres de las pañoletas verdes gritaban, maldecían y hacían pintas, por el derecho a decidir sobre sus cuerpos y muy probablemente sobre sus conciencias; a esta ola se unían las que usaban pañuelos morados, exigiendo con justicia “ni una más”.
Sin embargo, por esta vez un error de oficina había impedido que se dictara la ley del aborto, muchos pensaron que era burocracia, pero personalmente creo que fue la mano de Dios.
¿Qué otro delito existe que vuelve al amor un acto de asesinato, a la víctima un verdugo?… sólo el aborto. Por lo menos yo no encuentro otro.
Esta era la manera en que Daniel expresaba su opinión ante sus compañeros, era un médico de casi cuarenta años, sofocado por una sociedad conformista y manipuladora, enamorado de la ciencia, pero sobre todo de la vida. En apariencia era algo desaliñado, poco formal, pero todo lo compensaba con su noble entrega y profesionalismo. Su sentido del trabajo bien hecho y del deber le habían llevado a rentar un cuarto cercano al Hospital Urbano, no podía perder tiempo ni en el transporte, así que su mundo era reducido, rodeado de vida y en ocasiones de muerte.
***
En plena avenida caminaba aquella turba, las mujeres de las pañoletas verdes y moradas habían seguido su marcha, su movimiento impedía al personal entrar al hospital. Marina una recepcionista se deslizó entre ellas, necesitaba llegar a su escritorio. De pronto una joven, casi una niña con el rostro cubierto por el paño verde se apostó frente a ella para llamar su atención.
Marina la miró y siguió su camino, apenas llegó a su lugar, guardó su bolso y comenzó a registrar los medicamentos que llegaban a la bodega de la farmacia. Escuchaba en las noticias, que los padres de los niños con cáncer planeaban manifestarse como las de las pañoletas, pero lo que ellos pedían eran medicamentos para sus hijos, para salvar la vida de sus pequeños.
Como siempre, parecía malhumorado, apretaba los puños mientras se alejaba de la pequeña ventana que apenas dejaba ver la calle, inundada de un color verde-morado y cimbrada por gritos de queja y descontento. Bajó por las escaleras, sin poner mucha atención a lo que ocurría a su alrededor, pero no pudo dejar de notar a dos mujeres que hablaban en el último escalón, una de ellas era Marina, que trataba de consolar a la jovencita con el paño verde en la cabeza, quien minutos antes había ganado su interés.
El doctor le miró desconcertado, molesto respiró profundo y tomando por el brazo a Marina, le susurró al oído.
La joven sólo atinó contestar con un gesto de desconcierto e incluso de desagrado. El hombre finalmente la soltó, casi arrojándola sobre la otra mujer mientras se alejaba rápidamente; sin embargo, no dejó de verlas hasta que moviendo notoriamente la cabeza de lado a lado expresó su desaprobación.
Sentadas, ya con una botella de agua en las manos, las dos jóvenes conversaban como si fueran amigas de toda la vida; parecían dos estudiantes que comparten tareas.
Entre sollozos y apretando la botella de agua, la menuda mujercita de cabellos rizados explicó a Marina una historia como hay tantas, de amor juvenil y arrepentimiento.