PRÓLOGO

El silencio dentro del lugar se quebró con el primer llanto de la primogénita del inspector Arriaga.

Ignacio sostuvo a la niña entre sus brazos, sintiendo su tibieza bajo las mantas gruesas. Había en ella una luz distinta, demasiado brillante para pasar desapercibida, demasiado frágil para no despertar ternura. Su preciada hija pasaría sus primeros años dentro de estas paredes que él y su esposa habían logrado convertir en un verdadero hogar. La Casa Arriaga representaba la comodidad y sofisticación para la que la infanta había nacido.

Rodeada de obsequios de parientes y amistades, el inspector optó por un regalo más simple pero no menos simbólico: un nombre. En su mente permanecía un recuerdo. Una palabra que definiría a la pequeña por el resto de su vida; un nombre que capturaba a la perfección la fortaleza, gracia e inocencia que en ella veía.

Suspiró. Y con una sonrisa, entregó a su hija el nombre que había guardado durante tantos años.