El espectro y yo

Algo, al final del pasillo, o quizás allí junto a mí, me acechaba cual espectro. Me di cuenta mientras bailaba en mi habitación, entre giros y brincos. Admito haber quedado petrificada, quise seguir siendo yo y no pude. Todo en mi habitación se volvió un rincón de acecho en potencia. Lo sentí de repente. Yo estaba poseída. No, no como en las películas. Mi alma ya no era mía, en efecto, era gobernada por voces en mi cabeza que, sin alterar mi corporalidad, alteraban mi comportamiento. Instantáneamente, todo era motivo de irritación. Herí y traté de las peores formas a quienes me rodeaban. Mi boca pronunciaba cosas que mi corazón no podía creer. Mis órganos lloraron a causa de mis actos. Aquel espectro dominaba mi vida, me convertí en mi peor versión.

Sé que estoy poseída cuando duele mi cabeza, porque no hay suficiente espacio en un solo cuerpo para dos almas en disputa. Quizás, por eso me rendí. ¿Dejé de pelear el espacio? No lo sé. Antes que nada, sería bueno detener el sangrado abrupto de mi corazón. Limpiar el veneno de mi boca y parar de escupir dardos a quienes tanto me han amado.

Pasa que, en este caso, el suicidio no es una forma de escape. Pues se iría también aquella yo que tanto me agrada a causa de la víbora violenta que también soy yo. Exijo silencio al espectro. ¡Que se calle y me dejé pensar! Exijo que libere mi cuerpo y mi lengua. Exijo recuperar los dominios de mi corazón.

¿Quién es responsable? ¿El espectro o yo?

No quiero ser más el espectro qué, acechante y famélico, caza seres de luz. Absorbe su vida y su alegría y los deja a su suerte, hechos un cadáver. No quiero convertir en polvo todo aquello que toco.