Si quieres ayudar, no es a mí a quién debes socorrer. Ve, corre, convéncelo de que salga de esta casa. Dile que deje de perseguir mi sombra como alma en pena.
Te dirá que me ama, que no me dejará sola. Pero ya no soy yo a quien él ama, es a mi recuerdo, a los sueños que ya se han muerto, junto con mi vientre. Sus tripas están ancladas a la vaga esperanza de que se despierte y yo esté allí, al lado, mirándolo con esos antiguos ojos soñadores, que me arrope con sus brazos y llene su cuerpo de besos. Pero para eso se necesita estar viva, y yo soy una muerta hablante.
Ayúdalo a él, no a mí. Él que ya no sabe qué hacer, siempre preguntándose dónde estoy, sin querer abrir los ojos y darse cuenta de que debe hacer duelo por dos. Que esa primavera, que antes era tan suya, ya hoy murió.
Él sigue viviendo en aquellos floridos campos de fruta veranera, en donde tomados de las manos, descendíamos la colina muertos de la risa, mientras nuestras espaldas, hombros, pómulos, se quemaban con los roces del sol. Rojos bronceados reíamos y nos besábamos. Él sigue allí acostado sobre la pasión bajo una noche templada.
Y yo no logro encontrarlo. Mis memorias, por el contrario, no son galería, son laberintos de escaleras y vaivenes empeñados en mostrarme una y otra vez aquella roja escena en la que aborté un sueño, una ilusión.
¿Y cómo hallarlo si mis ojos están inundados de sangre y agua de mar?
Me gustaría tomar su rostro con aquellas manos que ya no reconozco y volver a besarlo para empezar de nuevo. Pero no podría siquiera empujar su sufrimiento tras esas ventanas que siempre pusieron cortina la tristeza.
Por eso te ruego, ve tú, corre y dile, de mi parte, que deseo que sea feliz…