Hubo un tiempo en que caminé entre sombras,
arrastrando cadenas de dudas y miedos,
buscando en otros las respuestas
que siempre habían estado en mí.
Me perdí en el ruido,
en las voces que decían quién debía ser,
qué debía soñar
y cómo debía amar.
Pero un día, llegó el silencio.
No como castigo, sino como refugio.
Y allí, en la quietud,
escuché algo que no reconocía:
mi propia voz,
tan frágil y tenue,
pero real, viva, persistente.
Esa voz me susurró secretos
que había olvidado hacía mucho tiempo.
Me habló de la niña que fui,
de la mujer que anhelaba ser,
y de todas las batallas
que libré en el camino.
Aprendí a ver belleza en mis cicatrices,
no como marcas de derrota,
sino como huellas de valentía.
Cada lágrima se convirtió en un río
que fertilizó mi alma.
Cada caída, en un escalaón
hacia algo más grande.
Hoy soy un renacer constante.
Soy el ave que resurge de sus cenizas,
el árbol que florece tras el invierno,
el río que sigue su curso,
sin importar cuántas piedras lo intenten desviar.
He aprendido a amarme
en mi totalidad:
en mi caos y en mi calma,
en mi luz y en mis sombras.
Porque cada parte de mí
es una página de mi historia,
y todas juntas
me hacen quien soy.
Este poema no es un final,
es un nuevo comienzo.
Es la promesa de seguir creciendo,
de seguir cayendo y levantándome,
de seguir amándome,
porque soy mi mejor obra,
mi mejor amiga,
mi hogar eterno.
Y si alguna vez olvido este camino,
volveré a este poema,
a estas palabras que son un reflejo
de la verdad más profunda:
soy suficiente,
soy fuerte,
soy infinita.
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Editado: 08.12.2024