Camino de Andorost, cercano a Anduril Duryadan,
El carromato avanzaba con un traqueteo constante sobre el camino de piedra y tierra que serpenteaba entre los montes. La neblina matinal se aferraba a las colinas, envolviendo los contornos de los árboles y los riscos con la pálida luz del amanecer.
Alysara, la protagonista, se hallaba envuelta en su manto azul noche, mantenía la mirada fija en el horizonte, donde los picos de las montañas se erguían como centinelas ancestrales. Su viaje la llevaba desde la capital de los 33 montes hasta Anduril Duryadan, una provincia en los límites del comercio y la tradición, donde los vestigios de la fe antigua aún latían con fuerza.
El aire era frío y denso con el aroma de la humedad y la corteza de los pinos. El traqueteo de las ruedas de madera se mezclaba con el ocasional canto de un ave solitaria. En el interior del carromato, protegido por gruesas lonas de lino, Alysara cerró los ojos y dejó que sus pensamientos fluyeran hacia la misión que la Madre Superiora Antherys le había encomendado. Reactivar los Árboles de Cristal no era una tarea simple ni ordinaria. Eran reliquias vivientes, resonancias puras de un tiempo en que los dioses caminaban entre los elfae y sus voces podían escucharse en la brisa de los bosques.
Había leído sobre ellos en los textos del Gran Archivo de Isharath. Se decía que sus troncos relucían bajo la luz de la luna, y sus hojas, semejantes a finas láminas de cuarzo, emitían un resplandor plateado al recibir la brisa nocturna. Pero ahora, esos árboles dormían, su luz extinguida, su conexión con lo divino reducida a un eco agonizante. Nadie sabía con certeza por qué habían caído en ese letargo. Algunos creían que era la consecuencia de los errores del pasado, de un pecado no expiado por los elfae. Otros, más pragmáticos, atribuían su declive a las fuerzas que aún yacían en las profundidades del mundo.
Alysara no podía permitirse el lujo de la duda. Sabía que su éxito o su fracaso determinarían el equilibrio espiritual de los elfae en todo Vaelorn. Sin los Árboles de Cristal en Anduril Duryadan, la conexión con los dioses se debilitaría aún más, y los lazos entre su gente y las energías que sostenían el mundo se desvanecerían. Ella en si, era una Isharath'Isharni'Ushvaeri, un vínculo vivo entre su pueblo y los espíritus elevados, una elegida del sol y la Luna, y no debía fallar.
El carromato giró en una curva cerrada y los montes se desplegaron a ambos lados del sendero. Alysara sintió la vibración de algo más antiguo que la propia tierra bajo sus pies. La naturaleza, aquí, tenía un peso distinto, una memoria que trascendía la comprensión. Respiró hondo y deslizó los dedos sobre el amuleto de ónice en su cuello, un símbolo de su juramento y de la senda que había elegido.
Las sombras de la montaña se alargaban mientras el día avanzaba. Pronto, la frontera de Anduril Duryadan se alzaría ante ella. Y con ello, el verdadero comienzo de su misión.
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En la entrada de Anduril Duryadan,
El carromato se detuvo en la entrada de Anduril Duryadan con un crujido de ruedas y madera. Alysara descendió con gracia, sus tacones apenas levantando polvo en el suelo de piedra y tierra. Un viento fresco descendía de las montañas, arrastrando consigo el aroma de los bosques cercanos, un aliento de resina y musgo húmedo que contrastaba con la densidad opresiva del pueblo.
Frente a ella, la arquitectura de la aldea hablaba de un tiempo en que lo humano y lo elfo habían convivido en una armonía forzada por las circunstancias. Las edificaciones eran altas, con tejados de madera oscura y muros de piedra que parecían demasiado resistentes para un simple pueblo. Había estructuras más antiguas, arcológicas, restos de una época en la que la expansión del hombre había dejado su huella en el mundo élfico. Con el tiempo, esas construcciones se habían adaptado al entorno, musgo y raíces abrazaban las piedras, enredaderas cubrían los muros, como si la naturaleza misma intentara reclamar lo que alguna vez fue suyo.
Los aldeanos, en su mayoría elfos de orejas pequeñas y punteagudas, la miraban con recelo. Sus ojos evitaban los suyos, y cuando la saludaban, lo hacían con una cortesía vacía, distante. No era hostilidad abierta, pero sí una barrera invisible, una sensación de que su presencia perturbaba algo que preferían mantener oculto.
Las sacerdotisas locales, ataviadas con túnicas de tonos pálidos, se adelantaron para recibirla. Sus rostros eran serenos, pero sus ojos delataban algo más profundo: una tristeza contenida, una sombra que intentaban ocultar tras sonrisas calculadas. Alysara las observó en silencio, dejando que la sensación de la atmósfera impregnara su mente.
—Bienvenida a Anduril Duryadan, Isharnati’Isharni’Ushvaeri —dijo una de ellas, una elfa de cabello cenizo y mirada templada—. Mi nombre es Maelyrra, y estas son mis hermanas. Nos honra tu visita.
Alysara inclinó la cabeza en señal de respeto, pero no respondió de inmediato. El viento se filtró entre los árboles cercanos, arrastrando un murmullo distante, como un eco de algo olvidado. La tensión era palpable.
—La Madre Superiora Antherys me ha enviado para cumplir con una misión —dijo finalmente—. Los Árboles de Cristal han llamado, y los bosque de Anduril Duryadan necesitan de una nueva luz.
Maelyrra sostuvo su mirada, pero fue un instante demasiado largo antes de responder.
—Por supuesto. Te llevaremos a nuestro santuario.
Alysara asintió, pero en su interior, la inquietud crecía. Algo en la forma en que las sacerdotisas la observaban, en la manera en que los aldeanos susurraban a sus espaldas, le decía que no le estaban contando todo. Y lo que fuera que ocultaban, estaba relacionado con su llegada.
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