Vi el final desde el principio

I. Lo que callamos

Huir no fue una decisión.

Fue un instinto sucio. Como cerrar los ojos justo antes del impacto. Como borrar un número sin mirar. Como despertarse con el corazón temblando y no saber de qué se escapaba uno en el sueño.

No escapé por culpa. Escapé porque quedarse significaba ser testigo de una versión de mí que no quería volver a ver.

Llegué a esta ciudad sin nombre, con olor a óxido marino y pan quemado. Costera, irregular, como una cicatriz que no se cierra. No era lo bastante grande como para perderse, pero sí lo suficiente para desaparecer. Y eso era todo lo que necesitaba: que nadie hiciera preguntas.

El departamento tenía más grietas que paredes. Una ventana con vista al mar y otra hacia una cafetería que olía más a resignación que a café. Tres muebles, una caja con ropa arrugada, un libro sin portada, y una lámpara que parpadeaba como si dudara de estar viva.

Y silencio. El tipo de silencio que no abraza, que no calma. Uno que te observa.

Mi nombre es Rhys. Y lo único que tenía claro cuando llegué… era que no debía recordar.

Salí a caminar sin rumbo. A veces uno necesita que el cuerpo se mueva antes que los pensamientos lo alcancen. Las calles eran desordenadas, llenas de colores apagados, como si la ciudad hubiese sido pintada con la memoria de alguien que prefería olvidar.

En una esquina, un anciano le gritaba a un semáforo. En otra, una mujer lloraba mientras hablaba por teléfono. Era como si toda la ciudad estuviera hecha de personas al borde de algo.

Entonces llegué a la plaza. Sin querer. Sin buscarla. Un niño perseguía palomas. Un hombre dormía sobre un libro abierto. Un guitarrista tocaba como si cada nota le pidiera perdón.

Me senté. Cerré los ojos. Quise pensar en nada. Quise ser nadie. Solo por un segundo.

Y al abrirlos, ahí estaba ella.

Cabello rebelde, rojizo. Zapatillas rotas. Libreta cerrada. Sentada al otro extremo del banco, como si hubiera estado allí desde siempre o acabara de llegar.

Sus ojos estaban sobre mí. No con juicio. No con miedo. Con esa curiosidad serena que solo tienen los que también han estado rotos.

—¿Tengo algo en la cara? (pregunté, con una mueca que no llegaba a sonrisa).

Ella levantó una ceja. Su voz era firme, casi grave:

—No. Solo estaba viendo si eras uno de esos que sonríen bonito... o de los que esconden algo detrás de los ojos.

Me quedé mirándola. Un poco más de lo que debía. Ella no bajó la mirada.

—Rhys (dije finalmente).

—Lía.

Se levantó con un gesto leve. Como si la conversación fuera un puente que nunca pensó cruzar del todo.

—Cuídate, Rhys.

Y se fue. Sin una pregunta, sin una excusa, sin una despedida real. Como si ya supiera que volveríamos a vernos.

Pero mientras su figura se alejaba entre la gente, algo crujió en mí. Un recuerdo. No completo. No claro. Una imagen que golpeó como un eco sucio:

FLASHBACK

La mesa. Vino derramado. Una copa aún temblando sobre la madera. Emily, sentada sobre la encimera, con los pies descalzos y la mirada fija en la puerta.

—No salgas esta noche (dijo. Su voz era suave, pero cortante. Como terciopelo afilado).

Yo estaba de pie. Inmóvil. Como un animal justo antes del disparo.

Ella bajó, caminó hacia mí, y me besó. No fue un beso dulce. Fue posesivo, como si en lugar de quererme... intentara tatuarse en mí.

Dejó su celular desbloqueado sobre la mesa. Luego entró al baño.

Yo no me moví.

PRESENTE

Volví al departamento con la cabeza llena de lodo.

Saqué una caja del armario. La que me prometí no abrir nunca. Dentro, una foto doblada por la mitad. Como si alguien hubiera querido separarla, pero no pudo terminar el trabajo.

Y una hoja, escrita con mi letra. Pero no recordaba haberla escrito.

"Hay cosas que se entierran. No porque duelan, sino porque si las tocas... revientan.”

Me quedé mirando la ciudad desde la ventana. Seguía ahí. Gris. Brillante. Brutal.

Y en algún rincón... Lía.

Había algo en su mirada que me desarmaba sin tocarme.

Y lo peor... es que no era nueva para mí.

Era un recuerdo con forma de persona. O un error que volvía... a buscarme.

Esa noche, el sueño no vino.

Me senté en el suelo, junto a la ventana, con el libro sin portada sobre las rodillas. No lo abrí. Solo lo sostuve. Como si aún pudiera enseñarme algo.

Entonces sonó la puerta. Golpe leve. Dos veces.

Cuando abrí, Asher estaba allí. Sonrisa torcida, como siempre. Chaqueta vieja, mochila al hombro.

—¿No ibas a avisar cuando llegaras? (le dije).

—¿Y quitarle a esto lo poco de dramático que tiene? (respondió, entrando sin permiso).

Se tiró sobre el sillón como si le perteneciera. Como si no hubiera pasado más de un año desde la última vez.

—¿Qué haces aquí, Asher?

—Me enteré de lo de Emily (dijo). No hacía falta más. No hacía falta decir su nombre en voz alta para que el aire se partiera en dos.

—Eso fue hace tiempo.

—No para ti.

Lo miré. Había algo en sus ojos. Algo que no supe leer. Pero no pregunté.

—¿Y tú? ¿Cómo sabías que estaba aquí?

Se encogió de hombros.

—Digamos que siempre supe por dónde ibas a escapar.

Y no supe si eso era bonito, aterrador... o ambas cosas.

No hablamos más esa noche. Solo nos quedamos allí, en silencio. Él con los ojos cerrados. Yo con los míos bien abiertos.

Y en ese instante exacto, entendí algo: uno nunca huye del todo. Una parte siempre se queda esperando el momento en que te alcance lo que no dijiste.




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