Vi el final desde el principio

II. La pulsera

El mar golpeaba como si tuviera algo personal contra la ciudad. Y quizás lo tenía. Las olas no perdonan a los que no saben nadar ni a los que huyen con los bolsillos llenos de pasado.

Amanecí con la luz entrando por la rendija rota de la cortina. Asher roncaba en el sillón. O fingía hacerlo. Nunca supe si dormía realmente o si solo cerraba los ojos para que el mundo lo dejara tranquilo.

—¿Café? (pregunté).

—¿Tienes? (respondió sin abrir los ojos).

—No.

—Entonces... trágico.

Era reconfortante tenerlo cerca. Como una especie de pausa entre el antes y el después. No hablábamos mucho. No hacía falta. Éramos el tipo de amigos que compartían silencios como si fueran confesiones. Pero incluso los silencios tienen fecha de vencimiento.

Le lancé una manzana desde la mesa.

—Tu desayuno. No te acostumbres.

—Tan generoso como siempre.

Me vestí sin pensar. Zapatillas viejas. Camisa arrugada. Afuera, la ciudad seguía siendo una mezcla de grises y canciones desafinadas.

—¿A dónde vas? (preguntó Asher).

—A ver si la ciudad me devuelve algo que no pedí.

Él asintió. Como si entendiera exactamente a qué me refería, incluso si yo no lo tenía del todo claro.

Fui a la plaza de nuevo. No por nostalgia. Por inercia. El cuerpo a veces recuerda mejor que la cabeza.

Y ahí estaba ella.

Lía. Sentada con la misma libreta en las piernas, la mirada perdida y una pulsera en la muñeca. Una simple trenza de hilos rojos y negros. Muy parecida a la que Emily solía llevar.

Mi estómago se tensó, pero mi rostro no mostró nada.

—Veo que este banco tiene dueño (dije, sin poder evitar una media sonrisa).

—Solo si sabes contar buenas historias (respondió ella, cruzando las piernas con calma...) ¿No tienes otros bancos donde parecer interesante?

Me senté sin invitarme. Ella no se movió. La libreta seguía cerrada, como si estuviera esperando que algo, o alguien, la hiciera abrir.

—¿Qué escribes ahí?

—Depende del día. A veces mentiras hermosas, otras verdades feas.

—¿Y hoy?

—Hoy estoy evaluando si alguien vale un párrafo.

—¿Y tengo competencia?

—Un tipo que alimentó a una paloma. Va ganando por ternura.

Reímos. Por primera vez desde que llegué a esta ciudad, reímos. Y dolió. Porque reír cuando uno carga tanto es como estirar una herida mal cerrada.

—¿Siempre eres así? (pregunté).

—¿Cómo?

—Como si supieras más de lo que decís. Como si leyeras a las personas antes de escucharlas.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Todavía estoy decidiendo.

Se inclinó hacia mí, apenas. La pulsera se deslizó por su muñeca. Y por un instante, no vi a Lía. Vi un reflejo de algo que había amado tanto, que terminó por destruirme.

—¿De qué te estás escapando, Rhys?

La pregunta fue directa. Como una bala.

—De muchas cosas (respondí) —Pero sobre todo... de mí

FLASHBACK

Una fiesta. Luces bajas. Música fuerte. Emily a mi lado, más aferrada a mí que al presente. Su mano sobre mi brazo, con fuerza. Cada vez que hablaba con alguien, ella apretaba un poco más.

—¿Por qué hablás con esa chica? (me susurró).

—Porque me preguntó la hora, Emily.

—¿Y eso incluye sonreírle?

—¿Vas a hacer esto toda la noche?

Se alejó. Volvió con dos copas de vino. Me ofreció una. La otra la vació sobre la mesa, sin querer, o queriendo.

—Las cosas se rompen fácil, ¿sabías? (dijo).

—Tú también.

Me miró. Sus ojos eran un abismo sin fondo. Y lo peor es que yo ya había saltado.

En el presente...

Volví al departamento con el recuerdo aún pegado en la espalda.

Asher estaba de pie junto a la ventana. Otra vez. Como si formara parte del mobiliario emocional del lugar.

—¿Y bien? (preguntó).

—¿Bien qué?

—La chica. La de la plaza. La que tiene esa mirada que arrastra preguntas.

—Solo hablamos.

—¿Y eso no es ya bastante?

No respondí. Me dejé caer sobre el sillón.

—Tiene una pulsera (dije después de un silencio) —Parecida a la de Emily.

Asher no dijo nada al principio. Luego murmuró:

Las coincidencias no existen. Solo los círculos que no se cierran.

Me quedé mirando el techo. Afuera, la ciudad seguía su curso, como si ignorara que alguien en uno de sus rincones estaba tratando de no romperse.

Y por primera vez desde que llegué, sentí que no era la ciudad la que me escondía.

Era yo mismo. Y lo hacía bien.




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