Vi el final desde el principio

VII. Y entonces llovió

Un grito entre la lluvia

El reloj marcaba las 19:41 cuando Emily decidió hablar.
La lámpara del comedor oscilaba apenas con el viento, proyectando sombras irregulares sobre las paredes, como si las paredes mismas supieran que algo estaba por quebrarse.

—Estoy embarazada (dijo).

No fue un susurro, ni un grito. Fue una sentencia que se instaló en el aire y lo congeló todo.

Su padre levantó la vista del teléfono. Lo dejó caer sobre la mesa con un suspiro seco.
No había sorpresa en su rostro. Solo un juicio contenido. Viejo. Implacable.

—¿De Rhys?

Emily asintió.
El silencio fue inmediato. El tipo de silencio que hiere más que las palabras.

—No vas a tenerlo (declaró él, como si su decisión bastara para deshacerlo todo).

—No puedes decidir eso por mí (replicó ella, con una firmeza que le nacía desde el centro del pecho).

—No puedo permitir que destruyas tu vida con alguien como él.

—¿Alguien como él? (repitió Emily con una risa incrédula). —¿Te escuchas? No tiene familia, es cierto. Pero sí tiene algo más.

—¿Y qué es eso?

—A mí (susurró).

El hombre se levantó de la silla. Su sombra creció detrás de él.
Se acercó sin levantar la voz, pero cada paso resonaba como si fuera un juicio final.

—Tú eras distinta, Emily. Tú ibas a salir de esto.

—No necesito que me salves. Solo quería que me escucharas. Como un padre.

Ella giró. El bolso ya estaba preparado, apoyado al pie de la escalera como una decisión tomada mucho antes de la conversación.
Antes de salir, lo miró una última vez.

—Y esta vez no voy a pedir permiso.

Cerró la puerta con un solo clic, sin dramatismos. Porque lo realmente devastador no necesita ruido.

La lluvia empezaba a volver.
Fina, persistente, como si el cielo supiera que algo estaba a punto de romperse.

Emily se apoyó contra la baranda del puente.
Ahí, donde todo había comenzado.
Donde Rhys le había dicho, casi sin mirarla, que ella era su lugar seguro.

Marcó su número con manos temblorosas.
El teléfono sonaba. Una vez. Dos. Tres...

—Por favor, contesta...

El viento le revolvía el cabello. Las gotas se le pegaban a la piel como dedos helados.
Pero ella no se movía. No podía.
La voz del miedo estaba muy dentro, demasiado cerca del corazón.

Del otro lado de la ciudad, Rhys sentía una presión en el pecho que no lograba entender.
Cuando vio la llamada perdida y algunos mensajes, algo se activó.
No pensó. Solo salió.
El frío le calaba los huesos. Las luces del puente, a lo lejos, eran parpadeos débiles en una noche que parecía cerrarse sobre sí misma.

Corrió.

Cuando llegó, ella ya estaba allí.
De espaldas, temblando, sin saber que él ya la observaba.

—Emily... (dijo, con la voz empapada de lluvia).

Ella se giró de golpe. Y por un instante, su rostro pareció iluminarse.
Pero duró poco.

—Tenía miedo de que no vinieras (dijo, tratando de sonreír, pero sus labios no se lo permitieron).

Rhys caminó con cautela. Había algo en el aire que lo hacía contener la respiración.

—¿Qué es lo que querías decirme?

Emily lo miró como si lo viera por última vez. Y quizá, en algún rincón oscuro de su intuición, ya lo sabía.

—Estoy embarazada...

La palabra quedó suspendida entre ambos, flotando como una verdad que no podía ser ignorada ni aceptada.

Rhys retrocedió un paso.
La realidad le caía encima como un alud.

—No... Emily, yo...

—Dime algo (interrumpió ella, con los ojos húmedos de más que lluvia). —Dime que esto no cambia nada.

—Yo no sé ser eso. No sé ser… padre. No sé si sé ser siquiera yo.

Ella intentó acercarse.
—No tienes que tener todas las respuestas ahora. Solo... quédate.

Rhys bajó la mirada. No podía sostener sus ojos. Ni su vida. Ni su culpa.

—No puedo. No ahora.

Y entonces ella dio un paso. Uno solo.
Quiso alejarse, solo un poco, del dolor que se le estaba metiendo en los huesos.

Pero el metal mojado la traicionó.

Un resbalón. Un grito.

El grito.

Su nombre.
Y luego, el sonido más seco, más cruel, más irreversible.

Rhys corrió hacia la baranda.
Gritó. Se asomó.
El río oscuro la devoraba sin remordimientos.

—¡EMILY! (su voz se quebró más que el cielo).

Las gotas eran cuchillos ahora.
Buscó. Se inclinó. Llamó su nombre una y otra vez.

Pero no hubo respuesta.
Solo el río. Solo la nada.

El tiempo se detuvo.

Y en el otro extremo del puente, en la sombra que la niebla apenas dejaba distinguir, alguien observaba.
Un rostro inmóvil.
Unos ojos cargados de un silencio que dolía más que cualquier palabra.

Asher.

Pero Rhys no lo vio.
No supo que alguien más compartía esa tragedia.

Solo sintió que debía huir.

Y corrió.
Corrió con la lluvia detrás, con el corazón roto, con la culpa clavada como vidrio en la garganta.
Corrió como si pudiera dejar atrás lo que acababa de perder.

Y desde ese instante, algo dentro de él... dejó de ser.




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