Vi el final desde el principio

X. ¡Corre!

FLASHBACK

La risa de Asher cortó la noche.

—¿Recuerdas cuando robamos ese maniquí del taller de arte solo para asustar a la directora?

Rhys sonrió, echado en la cama con los ojos fijos en el techo del dormitorio. El reflejo del ventilador giraba como una hélice lenta.

—Tú lo robaste. Yo solo lo sostuve cuando se le cayó un brazo.

—¡Y lo escondimos en tu casillero por una semana! ¿Cómo no nos expulsaron?

—Porque tú fingiste que te desmayaste. Como siempre, eres un maldito actor (rió Rhys).

Asher alzó el brazo, como brindando con el aire.
—A veces hay que mentir para que los que quieres no se hundan contigo.

El silencio que siguió se sintió como un eco lejano. Rhys cerró los ojos. Ese día, más que nunca, lo necesitaba cerca.

Era mediodía cuando Rhys salió del centro comunitario. Había estado en silencio todo el tiempo, mirando su reflejo distorsionado en la ventana del bus. Asher lo esperaba afuera, con dos cafés en la mano.

—¿Te dijeron algo útil? (preguntó Asher, ofreciéndole uno).

—Solo papeles. Muchos papeles. Y una psicóloga que cree que todo se arregla hablando (respondió Rhys, tomando el café).

—Oye... no necesitas arreglarte. No del todo. Solo sobrevivir.

Rhys se detuvo.
—¿Tú crees que valga la pena?

—¿Sobrevivir?

—Sí.

Asher no respondió de inmediato. Solo bajó la mirada.

—No lo sé, pero no pienso dejar que lo descubras solo.

Una semana después, la noche era helada. El viento azotaba los callejones. Asher y Rhys caminaban con las chaquetas bien cerradas, sin rumbo definido.

—¿No te parece que... últimamente algo está raro? (preguntó Rhys).

—¿A qué te refieres?

—A veces siento que alguien nos mira. Como si nos siguieran. No sé.

Asher miró hacia atrás. Nada.

—Lo que tú tienes es paranoia. Aunque... admito que desde lo de Emily no puedo dormir tranquilo.

—No quiero hablar de ella (dijo Rhys, tajante).
Asher asintió.

—Está bien. Pero prométeme que si alguna vez te vuelves a hundir como antes... me lo dirás. No te quiero volver a encontrar con los nudillos sangrando contra una pared.

—Lo prometo si tú prometes lo mismo.

Se dieron un apretón de manos, pero fue más que eso. Fue un pacto. De esos que solo se rompen con la muerte.

Horas más tarde, estaban en la vieja cancha de básquet abandonada. Asher lanzó el balón y falló a propósito.

—¿Recuerdas cuando creíamos que el mundo se arreglaba si metíamos tres canastas seguidas?

—Era nuestra lógica de mierda.

—¿Y si esta vez lo intentamos de nuevo?

Rhys sonrió.
—No va a funcionar.

—No sabes eso. Intenta.

Primera canasta.
Falló.
Asher le aplaudió igual.

Segunda.
Encestó.

Tercera.
Falló.

—Ya está, se acabó el mundo (bromeó Asher, y ambos estallaron en una risa que no sonaba desde hacía meses. Una risa de alivio. De hermanos sin sangre).

Entonces, un ruido.
Sutil.
Un chasquido en la oscuridad.

Rhys se tensó.
—¿Oíste eso?

Asher se giró, entrecerrando los ojos.
—Pudo haber sido un gato.

Pero no lo fue.

Era pasada la medianoche cuando decidieron volver al departamento de Rhys. Pero al cruzar por el callejón detrás de la panadería cerrada... todo cambió.

Un auto oscuro se detuvo a pocos metros.
El chirrido de una puerta.
Luces apagadas.
Pasos.

—Corre (susurró Asher).

—¿Qué...?

Asher lo empujó.
—¡Corre, joder!

Pero no alcanzaron.

Una figura salió de la sombra.
Algo golpeó a Rhys por la espalda.
Oscuridad.

Cuando Rhys abrió los ojos, el olor a humedad le desgarró la garganta. Estaba en el suelo, frío, atado. A su lado, una sombra temblaba.

—Rhys... ¿estás vivo?

Era Asher. Sangrando por la ceja. Manos también atadas.
Ambos atrapados en un sótano de concreto.

—¿Qué es esto...? (balbuceó Rhys).

—No lo sé. No vi su rostro... pero nos siguió. Estoy seguro. Nos venía siguiendo hace días.

El pánico se convirtió en silencio.

Al otro lado de la sala, una puerta. Cerrada con cadenas.

Y una cámara encendida en la esquina.

Asher tragó saliva.
—Hermano... sea quien sea... esto no es un robo.

Rhys lo miró.
Y por primera vez en mucho tiempo, le temblaron las rodillas.
Porque lo peor no era estar atrapado.
Lo peor era sentir que nunca más saldrían de ahí.

Y que alguien, desde algún lugar… los estaba observando.




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