La lluvia golpeaba con furia los ventanales del departamento cuando Rhys escuchó un golpe en la puerta. Se levantó de inmediato, la mano cerca del arma que nunca dejaba demasiado lejos.
Al abrir, se encontró con un hombre delgado, demacrado, con los ojos hundidos y una cámara colgando de su cuello.
—Rhys (dijo con voz grave, como si lo conociera desde siempre).
Rhys frunció el ceño, desconfiado.
—¿Quién eres?
El hombre dio un paso hacia el lado oscuro del salón, ignorando la hostilidad en la mirada de Rhys.
—Daniel. El ex de Lía.
Rhys tensó la mandíbula.
—¿Qué demonios quieres?
Daniel respiró hondo, como si estuviera cargando con años de un peso insoportable.
—Vine porque ya es hora de que sepas la verdad. Emily... Su muerte no fue un accidente. Gregory la obligó.
El mundo de Rhys se tensó en un segundo. Daniel continuó:
—Emily estaba embarazada. Ella no quería abortar, pero Gregory... Le prohibió siquiera pensar tenerlo. Cuando le dijo que lo quería tener de todos modos, él fue más lejos… (la voz de Daniel se quebró). —La amenazó con matar a su hermana. A Lía.
Rhys lo miró, paralizado.
—Le dijo que debía hacerlo frente a alguien, para que pareciera un accidente. Ese alguien eras tú, Rhys. Y cuando Gregory vio a Asher allí, pensó que él era parte de su encubrimiento. Lo convirtió en un problema.
La respiración de Rhys se volvió entrecortada, los ojos ardiendo.
—No... (susurró, apenas audible). No...
Daniel lo miró con amargura.
—Lo vi todo. Y desde entonces vivo con la misma pesadilla que tú. Pero escúchame: no sigas su camino. No dejes que tu dolor te convierta en otro Gregory.
Rhys hundió la cabeza entre sus manos. El nudo en su garganta era insoportable, las lágrimas comenzaban a escapar sin permiso. Daniel lo observó unos segundos más, decepcionado, y dio media vuelta hacia la tormenta, desapareciendo en la oscuridad.
El silencio en el departamento era asfixiante. Rhys golpeó la mesa con el puño hasta romperse los nudillos, la sangre resbalando por la madera. Entonces lo vio.
Asher.
La silueta de su mejor amigo, erguida frente a él, empapada como si también hubiera caminado bajo la tormenta. Su rostro estaba sereno, pero sus ojos reflejaban un dolor inmenso.
—Perdóname, hermano... (susurró Rhys entre sollozos).
El espectro no respondió, pero en su mirada había un mensaje que Rhys entendió con claridad: “No es tu culpa. Pero tampoco ha terminado”.
El temblor en sus manos se volvió insoportable. Rhys cerró los ojos con fuerza y, al abrirlos, la silueta ya no estaba. Solo el recuerdo de su propia culpa.
Esa misma noche, Rhys esperó fuera del departamento de Lía. Cuando la vio llegar, se adelantó y le bloqueó el paso. No dijo nada; simplemente sacó una fotografía arrugada que había guardado entre sus cosas.
La sostuvo bajo la luz amarillenta del farol. Era Emily de niña, en brazos de Gregory Hale. Y a un costado, una pequeña de la misma edad: Lía.
—Tú eres esa niña junto a Emily... (las palabras salieron entrecortadas, como un disparo ahogado). Eres su hermana. Gregory es tu padre.
Lía se quedó helada, los labios temblando. No lo negó. No podía.
—¿Por qué estabas con él? (la voz de Rhys temblaba entre rabia y dolor). ¿Qué clase de juego es este?
Ella abrió la boca, pero las palabras murieron en su garganta.
Rhys dio un paso al frente, los ojos enrojecidos.
—Ese hombre mató a Asher. Y a tu hermana. Él nos lo arrebató todo.
Lía rompió en lágrimas, apenas capaz de hablar.
—Yo... no sabía la verdad. No de esa forma.
Pero Rhys ya se había dado media vuelta. El odio lo impulsaba más que el aire.
Desde las sombras, Rhys siguió a Lía. Ella se dirigió a la mansión Hale con pasos decididos, y él permaneció oculto, observando.
Adentro, Lía encaró a su padre. Gregory estaba sentado, elegante y frío, bebiendo whisky como si nada pudiera perturbarlo.
—¿Es cierto? (preguntó ella, con voz rota). ¿Fuiste tú? ¿Obligaste a Emily?
Gregory levantó la vista, imperturbable.
—No entiendes lo que estaba en juego.
—¡Era tu hija! (gritó Lía, quebrándose).
Él bebió otro sorbo, calmado, y dejó el vaso sobre la mesa.
—Vete, Lía. Esto no es un asunto que puedas cambiar.
Ella salió llorando, furiosa. Apenas la puerta se cerró, Gregory tomó su teléfono, marcó un número y dijo con voz helada:
—Es el momento. Háganlo hoy. Sin errores.
Rhys vio salir a Gregory minutos después. La rabia le nublaba los sentidos; la mano apretaba el arma con fuerza. Dio un paso hacia adelante, apuntando entre las sombras.
Pero no alcanzó a jalar el gatillo. Tres hombres surgieron de la oscuridad, armados. El golpe fue seco, directo a la sien. Todo se volvió negro.
Despertó con el traqueteo metálico de un maletero. El aire era escaso, el olor a gasolina y metal lo sofocaba. Sus manos estaban atadas, la boca amordazada. Intentó moverse, inútil.
El vehículo se detuvo. Lo arrastraron fuera bajo la lluvia. El viento helado le golpeó el rostro.
Cuando alzó la vista, el corazón se le detuvo. El puente. El mismo maldito puente donde Emily había muerto.
Lo empujaron hasta el centro, las luces titilando sobre el asfalto mojado. Rhys jadeaba, luchando contra las ataduras, contra el destino que lo arrastraba a ese mismo lugar.
Otro auto llegó poco después. Elegante. Oscuro. La puerta trasera se abrió y un hombre descendió con calma, la lluvia resbalando por su abrigo.
Rhys lo miró con ojos desorbitados. Su respiración se congeló.
Era Gregory Hale.
Y entonces, todo quedó en silencio.