Viajando a mí mismo.

Whã.

Whā.  
Era uno de abril, mi avión acaba de despegar y dejaba atrás todos los buenos momentos vividos en Japón. Todas las experiencias y todas las amistades, pero conservando un grato e inolvidable recuerdo. Conforme el avión se elevaba ya estaba convencido de que tarde o temprano acabaría regresando al país nipón.  
Mi viaje esta vez me llevo 12 horas, para acabar aterrizando en Auckland, Nueva Zelanda. 
Del aeropuerto tomé un taxi directo hasta mi hotel, un establecimiento modesto a las afueras de la capital. El primer día no salí del hotel, apenas había conseguido dormir en el avión y tenía un extraño ‘jet lag’ por el viaje. 
Suena un poco deprimente decir que pase todo mi primer día durmiendo y vagueando, pero en ese momento era lo que me apetecía y necesitaba. 
Mi segundo día fue todo lo opuesto. Por la mañana me dediqué de pleno al turismo. 
Mi primer destino fue la ‘Tower Sky’. Era una torre enorme, no recuerdo exactamente su altura, pero sí que es una de las construcciones más grandes del hemisferio sur y un símbolo de Nueva Zelanda. En su interior había un restaurante e incluso la opción de hacer ‘puenting’, pero yo me conformé con subir a uno de sus miradores. Las vistas eran alucinantes, se podía apreciar toda la ciudad y mucho más, fue sobrecogedor observar a través de sus ventanales.  
Tras dejar atrás la majestuosa Tower Sky busqué un restaurante donde comer. Finalmente acabé en uno cerca del emblemático ayuntamiento en ‘Queen Street’. Comí ‘Colonial Goose’, pierna de cordero asada con una apetitosa y sorprendente preparación. El plato principal fue exquisito y el postre no se quedó atrás. Por la sugerencia del mesero elegí la Pavlova, un merengue ligero y suave. Si no me equivoco la receta recibe ese nombre por Anna Pávlova, una reconocida bailarina de ballet. Después del festín y con el estómago hinchado decidí ir a algún sitio a reposar la comida. Tras consultar un mapa terminé decantándome por ‘Albert Park’. Se encontraba literalmente a dos calles del puro centro de Auckland. Desde el sitio donde me senté incluso se podía ver la Tower Sky.  
A finales de la tarde, casi con la entrada de la noche me dirigí a ‘Viaduct Harbour’, que era una de las mejores zonas nocturnas de todo Auckland.  
Tardé bastante en encontrar mi destino, que era ‘The Luna Inn’, un bar dónde había organizado una cita. Allí había quedado con Ethan y Noah. Eran dos hermanos que regentaban una pequeña empresa familiar en la zona, relacionada con el turismo. Tenían una embarcación y también ejercían de guías turísticos. Normalmente eran contratados por familias o grupos grandes, pero abonando un extra les convencí para ser su único cliente en exclusiva durante el tiempo que pasará en nueva Zelanda. 
Cuando entré tuve que caminar por el interior de local hasta dar con ellos. Los saludé y me senté en su mesa. Ambos eran muy similares, tanto en altura como en constitución. Con sus facciones pasaba lo mismo, ambos tenían la nariz puntiaguda y los ojos claros. La diferencia más notable era que Ethan tenía más arrugas y se le notaban las entradas en el cabello. Supongo que se debía a su edad ya que era diez años mayor que Noah. 
Nos presentamos y les imité pidiendo una cerveza al primer empleado que se aproximó. Desde que tomé asiento fue muy fácil hablar con ellos, a veces me cuesta un poco entablar conversación con alguien que acabo de conocer, pero este no fue el caso. 
Después de las presentaciones y el tanteo preliminar concretamos como serían sus servicios. La cosa quedó en que al día siguiente seguiríamos en Auckland y ellos me acompañarán durante el día. Y ya al día siguiente iríamos en su barco, visitaríamos islas pequeñas y también la ‘Isla sur’. Como ya imaginas, si alguna vez has mirado un mapa Nueva Zelanda, constase dos islas principales la del Norte y la del Sur. Según me comentaron Ethan y Noah las islas en el idioma maorí eran conocidas como ‘Te Ika ā Maui’ la del norte y ‘Te Wai Pounamu’ la del sur, ambas separadas por el estrecho de ‘Cook’.  
Después de un rato ya me parecía saber bastante de ellos. Noah era más extrovertido y hablador, Ethan era más serio y aunque participaba en las conversaciones solía ser más huraño. Noah parecía impulsivo, mientras que Ethan parecía pensar siempre antes de hablar o actuar.  
Después de nuestra charla y de unas copas, ellos se marcharon. Yo me quedé y me pedí una pizza, eran diferentes a lo que estaba acostumbrado, pero muy sabrosas. Tras terminar la cena paré un taxi en la calle para que me llevase hasta mi hotel.  

Al día siguiente me reuní muy temprano con los hermanos, quedamos en la plaza de ‘Aotea Square’ en el corazón de Auckland. Desayunamos juntos los tres y luego comenzamos nuestro fulgurante día. Nos movimos en todo momento en el ‘4x4’ de Ethan, un vehículo de muchos años, pero amplio y muy aseado.  
Lo primero fue una visita al ‘Auckland War Memorial Museum’. Era muy completo y entre sus paredes uno podía comprender todo lo relacionado a Nueva Zelanda, su cultura, su sociedad y sus raíces. Había exposiciones de arte y cultura maorí, una gran parte dedicada a las ciencias naturales que incluso explicaban cómo se había creado esta zona de la tierra y también una amplia sección dedicada a los volcanes. Finalmente, en el último piso había toda un ala dedicada a las guerras en las que había intervenido el país durante su historia. 
Al terminar nuestra visita nos marchamos no muy lejos y comimos en un restaurante que recomendó Ethan. Luego proseguimos con el momento cumbre del día, una visita al monte Edén.  
Fuimos en coche y nos acercamos lo máximo posible hasta la cumbre.  
Auckland se encuentra totalmente repleta de volcanes. La ciudad se construyó sobre un campo volcánico con más de cuarenta conos, pero la mayoría están actualmente extintos. Desde el arriba del monte las vistas son espectaculares ya que mires donde mires ves un volcán.  
El paseo hasta el cráter fue relajante, el sol brillaba esplendoroso y la vegetación abundaba en todo el entorno. Al echar la vista atrás se contemplaba la ciudad, no estaba muy lejos y se podía discernir casi del todo. Estuvimos alrededor de una hora y media, luego tocó descender hasta el todoterreno.  
Ethan me preguntó que me apetecía hacer a continuación, pero yo estaba muy cansado por las frenéticas actividades. Les comenté si me podían acercar a mi hotel y accedieron. Así fue como concluí mí día. Quedé con ellos para el día siguiente y Noah declaró que sí yo quería me podían recoger directamente en el hotel. Su sugerencia fue más que satisfactoria y acepté con júbilo.  

Cuando me desperté aquella mañana desayuné en la habitación, encargando todo lo necesario al servicio de habitaciones. Me duché, permaneciendo largo tiempo bajo el agua. Finalmente me vestí y preparé la maleta, ya no iba a volver a Auckland hasta el día que me tocase marcharme. 
Entorno a las diez de la mañana pagué por el servicio y salí a la entrada del hotel cargando mi mochila. Esperé muy poco, unos diez minutos hasta que Ethan y Noah aparecieron en el ‘4x4’. 
Noah bajó del asiento del copiloto y me ayudó con mi equipaje guardándolo en el maletero. Me ofreció ir delante, pero opté por ponerme detrás del asiento del conductor. Comenzamos el trayecto sin perder un segundo. Ethan conducía en silencio atento a la carretera mientras Noah me daba conversación. Me preguntó por mis expectativas, y le respondí que eran altas. Me comentó que había estado mirando el tiempo que iba a hacer y que estábamos de suerte.  
En muy poco tiempo llegamos al puerto. Seguí desde atrás a los hermanos, que me llevaron hasta su embarcación. Era de tamaño medio, con un mástil central, todo el exterior era blanco y en uno de los costados había escrito un nombre: ‘Saint Liberty’. Estaba en buen estado a pesar de que en algunas zonas se podía apreciar una mínima corrosión. No puedo especificar mucho más ya que yo no tengo noción alguna sobre náutica o sobre barcos. De hecho, yo solo había estado en otro barco antes, el lujoso y pretencioso yate de un amigo de mi padre. Celebró abordo su cumpleaños y mi padre me instó a ir con él. 
Este barco era totalmente distinto, más pequeño y más básico, pero cumplía con todas las funciones que se podían necesitar. 
En ese momento comenzó mi historia como ‘lobo de mar’. Había varios camarotes vacíos y me dejaron elegir, elegí uno pequeño, pero con un ‘ojo de wey’ por el que la luz pasaba e iluminaba toda la estancia. Acomodé mis cosas en seguida en uno de los armarios, estaba ansioso por navegar y no tarde en subir al puesto de mando.  

Durante los trayectos en barco Ethan solía leer, devoraba los libros. Noah se dedicaba a hacerme compañía, teníamos entretenidas conversaciones, debates y compartíamos cosas personales el uno con el otro.  
Me narró mucho sobre la historia de Nueva Zelanda. Me contó que fue la etnia maorí la primera en colonizar Nueva Zelanda hace más de 1.000 años. Y que entre los primeros visitantes europeos se encuentran el holandés Abel Tasman, y el explorador inglés James Cook, que fue quien trazó el mapa del litoral del país. Me habló también de la participación de Nueva Zelanda en la primera y segunda guerra mundial.  
Y manifestó alborozado que Nueva Zelanda fue el primer país en el mundo en dar el voto a la mujer y en procurar las pensiones de jubilación en el siglo XIX. Se notaba que Noah estaba orgulloso de su origen.  
En una de esas charlas fue como me enteré de la procedencia del ‘Saint Liberty’. Era una historia curiosa relacionada con el padre de ambos. Él fue quien compró el barco. Gastó todos sus ahorros cuando llegó su jubilación. El padre de Ethan y Noah era taxista en la isla Norte y cuando finalizó su trabajo estaba cansado de la isla y solo quería poder disfrutar de la navegación y de los placeres del mar. Cuando su padre falleció años más tarde por causas naturales, el barco fue heredado por ambos hermanos. No se atrevieron a venderlo dado el cariño que su padre le tenía. Y así fue como decidieron montar juntos su empresa y aprovechar el barco en ella. 
Estar en el mar tenía muchas cosas buenas. Todos los días me bañaba, no durante mucho rato, pero todos los días sin excepción lo hacía y lo disfrutaba. Algunas noches cuando no había marea salía a la cubierta a ver las estrellas, un espectáculo que jamás pude obtener con la desmedida contaminación lumínica de Tokio. 
Fueron pocos días, pero me puse muy moreno y disfruté de gratos momentos con Ethan y Noah.  
 
Imagino que a muchos le vendrá a la mente ‘el señor de los anillos’ al hablar de Nueva Zelanda. La filmación de esas películas, entre muchas otras, exhibieron al mundo las increíbles características naturales neozelandesas. Incluso me planteé ir a la atracción turística de ‘Hobbiton’, pero el tiempo corría en mi contra y hubiera sido demasiado esfuerzo. Quién sabe si en otra ocasión. 
Los primeros días del viaje se centraron en las numerosas islas que lindaban en las costas y bahías en las proximidades de Auckland, aunque también visitamos algunas que estaban considerablemente más lejos. Los tres primeros días nos centramos en el ‘Golfo de Hauraki’ y sus alrededores. 
La primera parada fue la isla Waiheke. Primero recorrimos gran parte de su costa, después echamos el ancla y bajamos a tierra con todo lo que necesitábamos mediante una lancha ligera. En Waiheke el clima era más que tenue e idóneo que en Aukland y los paisajes estaban colmados por el color verde en todas sus vertientes y variantes. 
Las primeras horas en tierra las pasamos en la playa, yo tomé el sol y me bañé mientras que Ethan y Noah se dedicaban a pescar. Después recorrimos toda la zona de Oneroa. Estuvimos en una viña, habían organizado una cata de sus vinos para cualquiera que quisiese probarlos. Era un caldo exquisito y acabé comprando dos botellas para todos. Después nos adentramos hacia el interior y dimos un largo paseo. Me compré una pulsera artesanal en un pequeño comercio local y me la puse en la mano derecha. Era simple y poco llamativa, pero tenía algo intangible que me gustaba. 
Antes de la llegada de la noche regresamos al ‘Saint Liberty’. Estaba muy cansado por el intenso día y estuve alrededor de doce horas durmiendo. Cuando me desperté Ethan y Noah aguardaban para nuestra siguiente parada, la isla de Rangitoto. Estaba en el propio Golfo de Hauraki, muy próxima a Waiheke, la isla Motutapo estaba adyacente, pero nosotros nos centramos exclusivamente en Rangitoto. Por la mañana permanecimos en la costa, trajeron consigo comida e improvisamos comiendo en la arena playa. Cuando recogimos nuestros desechos nos adentramos por el interior, pero muy brevemente. Lo mejor sin duda de nuestra visita fue contemplar el atardecer desde la playa, los diversos colores cincelaban el cielo en perfecta armonía. Saqué varias fotos para nunca olvidar tan admirable escenario. 
Al día siguiente efectuamos nuestra última parada en la zona, fuimos directos a la isla más grande de las proximidades, la ‘Isla de Gran Barrera’. No sé exactamente por qué, pero es el día que menos recuerdo, quizá ya estaba muy satisfecho con nuestras anteriores paradas y esta pasó desapercibida para mí. 
Luego el viaje continuó, Ethan decidió ir por la costa Este de la isla del norte, navegábamos siempre cerca del litoral, tanto que desde cubierta pude ver en la lejanía algunas ciudades como Gisborne y Nipier. 
Seguimos sin parar hasta el estrecho de Cook, el cual separaba las islas principales Norte y Sur. En el trayecto decidimos entre todos que sería una buena idea atracar en Wellington unas horas. Wellington es la capital de Nueva Zelanda a pesar de que Auckland es la ciudad más poblada. Wellintong es una de las ciudades más prósperas y con más recursos del país. Aunque nuestra estancia en la capital fue más bien breve. Fue principalmente para que los hermanos repostaron combustible y compraran más provisiones. También aprovechamos para ir a una marisquería muy famosa situada cerca del puerto y comimos hasta no poder más. Pasadas unas horas, antes del atardecer, volvimos a la embarcación y seguimos nuestro camino. Ahora tocaba visitar la isla Sur, la zona del país más abundante, salvaje y menos manipulada por el ser humano. 
Antes de la llegada de la madrugada Ethan y Noah echaron anclas muy cerca de Christchurch, pero no fue hasta por la mañana que desembarcamos en el puerto de la ciudad. 
Era una ciudad espectacular, pero no pude disfrutar apenas de ella. Pasamos por la catedral de la ciudad, una construcción de un par de siglos que se conservaba en gran estado. Ethan nos llevó a casa de un amigo suyo, estaba un poco alejada de Christchurch y tuvimos que andar unas cuantas millas hasta llegar.  
Su amigo nos invitó a comer, era algo así como un estofado de carne, algunos de los ingredientes no los conseguía distinguir y preferí no preguntar. Poco después de terminar la comida, el amigo de Ethan nos prestó una vieja camioneta para que prosiguiéramos nuestro camino. Solo tenía dos plazas, y fue Noah quien se ofreció a ir en la parte de atrás.  
Sin perder el tiempo nos lanzamos a la carretera, teníamos que llegar a nuestro principal destino. Tras varias horas de camino, sin prisa, pero sin pausa, llegamos.  
Todo era porque durante mi cita en Auckland con Ethan y Noah les hice una peculiar petición, quería visitar el ‘Monte Cook’. A ellos no sé lo dije, pero todo se debía a mi madre, ella estuvo allí cuando tenía más o menos mi edad y eso hacía que para mí fuera un lugar imprescindible al que ir.  
Finalmente, y tras varias horas en la camioneta llegamos, al instante quedé prendido por la majestuosidad del entorno. De verdad que me dejó sin palabras, no parecía real, parecía sacado de una novela de ciencia ficción, era un paisaje tan bello que parecía realizado por un pintor naturalista. Mi intención no fue en ningún momento escalar o subir ninguna parte del monte, solo quería eso, sentarme a admirar todo lo que la naturaleza podía ofrecerme. El agua cristalina y pura del ‘lago Pukaki’, las cumbres con picos nevados. En ese momento comprendí porque mi madre me hablaba tanto de su visita a la isla sur. El entorno me conmovía y conmocionaba, me hacía sentir tan pleno y tan insignificante a la vez. 
Disfruté hasta el último segundo, el tiempo pasó rápido y cuando me quise dar cuenta ya era de noche. Ethan tuvo que conducir el camino de retorno hasta Christchurch. Como se nos hizo muy tarde al devolver la camioneta, Ethan le pidió cobijo a su amigo, que nos dejó quedarnos en su casa durante la noche.  
A la mañana siguiente nos acercaron a los tres hasta la ciudad y regresamos a ‘Saint Liberty’.  
Mi visita llegaba a su fin y era hora de regresar. De Christchurch continuamos y atravesamos el ‘estrecho de Cook’. Esta vez navegamos por la costa oeste para regresar a Auckland.  
Ethan sabía cuándo tenía que coger el próximo avión y lo planeo todo para que llegáramos con tiempo de sobra. Antes del anochecer estábamos en Auckland y el avión salía a las doce de la madrugada. Nada más llegar y coger mis bártulos me despedí afectuosamente de Ethan y Noah. Quizá no había creado un vínculo tan fuerte y emocional con ellos como con mis amigos de Japón, pero había disfrutado enormemente de su compañía. Le di un abrazo a cada uno y emprendí mi camino, cuando ya estaba a bastante distancia me giré por última vez para verlos a ellos y a el ‘Saint Liberty’. En total solo estuve diez días en Nueva Zelanda, pero puedo decir que exprimí al máximo mi tiempo.  
Pedí un taxi que me llevó hasta el aeropuerto, todavía faltaban un par de horas, pero prefería aguardar allí para evitar imprevistos. Esperando el avión rememoré todo lo que había hecho y las decenas de paisajes que me habían dejado sin aliento. 
Mi siguiente destino era Santiago de Chile. Para ello tomé un Airbus que efectúo el recorrido en once horas.  
Mi objetivo principal en este viaje era disfrutar y si era posible ir a ver a Emilia, Florencia y Mateo, los tres amigos chilenos que conocí durante mi estancia en Tokio. Elegí ir primero hasta la capital del país, aunque estaba a gran distancia de donde ellos vivían. Los tres eran de Antofagasta, una ciudad portuaria al norte de Chile. Y aunque no pensaba estar mucho tiempo me apetecía conocer el país.  
Esta vez tuve suerte y conseguí pasar casi todo el trayecto durmiendo. Me desperté al aterrizar en el aeropuerto Comodoro Arturo Merino Bení­tez ubicado a 17 km del centro de la ciudad. El cambió de hora fue brutal, mi avión salió de Auckland a las 00:30 de un martes y llegué a Santiago a las 16:30 del lunes.  
Tras dejar el aeropuerto fui directo a un concesionario que había buscado y seleccionado porque tenía muy buenas críticas en internet. Llevaba más de seis meses sin conducir y me seducía la idea de volver a hacerlo. De Santiago hasta Antofagasta habían más de mil kilómetros y me pareció una buena ocasión para ir por carretera. 
En el concesionario me atendió una mujer pertinaz y con un gran don para vender. Me estuvo enseñando coches durante más de media hora, exaltando las cualidades de los más caros y exhibiendo las carencias de los más baratos. Yo normalmente hubiera optado por un coche híbrido, algo cómodo y amplio, pero vi un vehículo que acaparó todo mi interés. El color rojo metalizado que cubría la carrocería me atrajo y él modelo me fascinó. Era un ‘Alfa Romeo Spider’ de los años setenta, un clásico de los descapotables. En cuanto me aproximé sabía que tenía que elegir ese auto. La vendedora debió leer con facilidad mi expresión facial y enseguida declaró que, aunque no solía alquilar ‘el Spider’ podía intentar hacer una excepción porque yo le había caído bien. Ignoré sus comentarios y aboné el alquiler y el seguro total para casos de emergencia. En cuanto me entregó las llaves salí raudo de su tienda, obviamente al volante del flamante coche. Solo iba a quedarme un día en Santiago y quería aprovechar al máximo la visita. 
Mire en la red puntos interesantes que visitar y hoteles próximos. De cinco de la tarde a diez de la noche me dediqué al turismo. 
Tenía poco tiempo asique no pude centrarme en nada concreto y estuve en movimiento constante. Paré en la plaza de Armas para ver la ‘La Catedral Metropolitana de Santiago’. Era la principal sede de la iglesia católica en la ciudad, estaba en gran estado de conversación a pesar de ser del siglo XIX.  
En esta ocasión solo pude ver la ‘Gran Torre Santiago’ desde la lejanía. Curiosamente es de las pocas construcciones que podían competir con la ‘Sky Tower’ de Auckland. También tenía un par de plantas que ejercían como mirador, pero esta vez no tenía tiempo para detenerme a admirar las vistas.  
También pasé brevemente por el palacio de la Moneda. Recibía ese nombre porque antes de ser una sede fue la casa oficial de la moneda. Su blanca fachada era imponente, actualmente sigue siendo la sede del presidente de la República de Chile 
Mi última visita fue al centro cultural Gabriela Mistral, por desgracia no pude verlo todo por falta de tiempo.  
Para mi desdén a las diez de la noche ya estaba en la recepción del hotel. Me faltaban muchas cosas por ver y muchos sitios a donde ir, entre ellos los cerros de San Cristóbal y Santa Lucía. En ese momento pensaba en visitarlos a mi vuelta a Santiago de Chile, lo qué no sabía en ese momento es que no iba a regresar.  
Pasé la noche en el hotel, me costó dormir, pero pude reponer fuerzas. Por la mañana desayuné, aboné la cuenta por mi estancia y fui hasta el aparcamiento para comenzar el viaje. En el aeropuerto local había comprado un mapa de Chile y quise auto convencerme de que sería un viaje sencillo.  
Fui hasta la primera gasolinera que encontré y llené el depósito. También compré agua, bebidas energéticas, sándwiches y chocolatinas. Cuando acabé con las gestiones comencé mi camino. 
Las primeras horas fueron sumamente sencillas, conseguí guiarme con el mapa y avanzar en mi camino hacia Antofagasta. 
Pero más o menos a mitad camino debí equivocarme de desvío y acabé perdido. Empecé agobiarme mucho, el pavimento ya no estaba debidamente asfaltado y el coche rebotaba ligeramente en los surcos. Al final me detuve e intenté aclararme observando detenidamente el mapa, pero no me funcionó. Pretendí poner el GPS de mi móvil, pero la cobertura era casi nula. Al final decidí seguir conduciendo hasta encontrarme con alguien que pudiera indicarme. 
Estaba perdido y asustado, pero a veces en necesario perderse para encontrar el camino adecuado. 
Yo conducía sin rumbo, preocupado por el dónde estaba, pero el mundo cambia con pequeñas casualidades y el mío estaba a punto de hacerlo de manera radical. 
En ese momento no sabía que iba al encuentro de alguien que cambiaría por completo mi viaje y mi vida.  
 
 



#8809 en Otros
#1058 en Aventura
#14727 en Novela romántica

En el texto hay: viaje, romance, amor

Editado: 25.10.2022

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.