CAPÍTULO 1
El viaje de egresados
El micro arrancó antes de que el sol terminara de levantarse. Todavía había restos de sueño en los ojos de todos, pero nadie parecía dispuesto a dormir. Las mochilas iban y venían por el pasillo, alguien cantaba desde el fondo y las risas rebotaban contra las ventanillas empañadas.
Era el viaje de egresados.
El último viaje juntos antes de que todo cambiara.
Luna se sentó junto a la ventana y apoyó la frente en el vidrio frío. Afuera, la ciudad iba quedando atrás como un dibujo que se borra. Pensó que tal vez eso era crecer: aprender a despedirse sin darse cuenta.
—¿Estás nerviosa? —le preguntó Tomás desde el asiento de al lado.
Luna tardó en responder. Miraba cómo el paisaje empezaba a transformarse: primero campos abiertos, después cerros lejanos, y más tarde montañas que parecían crecer a medida que el micro avanzaba.
—No sé —dijo al fin—. Es raro. Como si algo importante fuera a pasar.
Tomás sonrió, acomodándose la gorra.
—Lo importante es que no tenemos clases por una semana.
Luna también sonrió, pero no dijo nada. No era eso lo que sentía.
Un par de asientos más atrás, Mora organizaba un juego con Benjamín y Santi. Mora siempre tomaba la iniciativa, como si supiera exactamente qué hacer incluso cuando nadie más lo sabía. Benjamín hacía chistes exagerados y todos se reían, aunque Luna notó que miraba el celular cada tanto, como esperando un mensaje que no llegaba. Santi, en cambio, observaba en silencio, atento a todo, como si escuchara algo que los demás no podían oír.
Cuando el micro empezó a subir por el camino de montaña, el murmullo se apagó de a poco. El aire se volvió distinto. Más fresco. Más limpio. Los árboles aparecieron de repente, altos y oscuros, formando un túnel verde.
—Estamos entrando a la cordillera —anunció la seño Clara desde adelante—. En un rato más vamos a parar para estirar las piernas.
Luna sintió un cosquilleo en la espalda. Miró el bosque. No sabía por qué, pero tuvo la sensación de que no solo ellos estaban llegando.
Como si el lugar los estuviera esperando.
La parada fue cerca de un arroyo. El agua corría rápida, saltando entre las piedras, y el sonido era tan claro que parecía una voz. Algunos chicos sacaron fotos, otros se sentaron en el pasto. Luna se alejó un poco del grupo y se agachó junto al borde.
El agua estaba helada.
—No te vayas tan lejos —le dijo Mora, acercándose—. Todavía falta un buen trecho hasta Lago Puelo.
—¿Vos creés en esas historias del lago? —preguntó Luna sin mirarla.
—¿Qué historias?
—Las que dicen que es muy profundo. Que guarda cosas.
Mora se encogió de hombros.
—Todos los lagos guardan cosas. Lo importante es no meterse donde no se debe.
Luna pensó que esa respuesta era muy de Mora.
Volvieron al micro y el viaje continuó. A medida que avanzaban, el cielo se abría entre las montañas y el verde se volvía más intenso. Hasta que, de pronto, apareció.
El lago.
—¡Guau! —exclamó alguien.
El agua era de un azul oscuro, casi negro en algunas partes, y estaba rodeada de bosque por todos lados. No había viento. No había olas. Era un espejo quieto.
Luna sintió que el corazón le latía más fuerte.
—Es enorme —dijo Tomás, en voz baja.
—Y profundo —agregó Santi desde atrás—. Mucho más de lo que parece.
Nadie supo por qué lo dijo así.
Las cabañas estaban un poco más lejos, escondidas entre árboles. De madera clara, con ventanas grandes y un comedor común al centro. El lugar olía a leña y a tierra húmeda.
—Acá vamos a convivir toda la semana —dijo la seño Clara—. Ayudarnos, respetarnos y cuidarnos. ¿Estamos?
—¡Sí! —respondieron todos, aunque con distintos niveles de entusiasmo.
El reparto de habitaciones fue un caos amable. Quejas, cambios de último momento, promesas de visitas nocturnas. Luna quedó con Mora y otra compañera. Tomás compartía con Santi y Benjamín.
Mientras desarmaban las mochilas, Luna volvió a sentir esa extraña presión en el pecho. Se acercó a la ventana. Desde ahí se veía el lago, apenas entre los árboles.
Por un segundo creyó ver algo moverse en la superficie.
No una ola.
Algo más lento.
Parpadeó. Ya no había nada.
—Luna —la llamó Mora—. ¿Venís? Vamos a conocer el sendero antes de que oscurezca.
Luna tomó su campera y salió. El aire era frío, pero no incómodo. Caminaban todos juntos, siguiendo un camino angosto que se internaba en el bosque. Las ramas crujían bajo los pies y el sol se filtraba entre las hojas.
—Este lugar es distinto —dijo Benjamín, con menos chistes que de costumbre.
—¿Distinto cómo? —preguntó Tomás.
Benjamín pensó un momento.
—Como si no quisiera que estemos acá... pero tampoco le molestara.
Nadie respondió.
Al final del sendero, el lago volvió a aparecer, más cerca esta vez. El agua reflejaba el cielo que empezaba a oscurecerse.
Luna sintió un escalofrío.
No de miedo.
De reconocimiento.
No sabía explicarlo, pero estaba segura de algo:
Ese viaje no iba a ser solo un recuerdo.
Algo los había traído hasta ahí.
Y todavía no estaban listos para entender qué.
Editado: 17.12.2025