La noche cayó rápido en la cordillera, como si alguien hubiera apagado una luz invisible. El bosque cambió de color y de sonido. Los verdes se volvieron sombras y los ruidos pequeños —una rama, un insecto, el crujir de la madera— parecían más fuertes.
Después de la caminata, todos llegaron al comedor con hambre. El olor a comida caliente llenaba el aire y, por un rato, el misterio quedó a un costado. Había risas, platos que chocaban, vasos que se volcaban.
—Mañana arrancamos temprano —anunció la seño Clara mientras servía—. Sendero por la mañana, juegos por la tarde y fogón a la noche.
Un murmullo de entusiasmo recorrió las mesas.
Luna comía en silencio. Sentía el cansancio del viaje en el cuerpo, pero su cabeza seguía despierta. Cada tanto, miraba por la ventana. El lago no se veía desde ahí, pero ella sabía que estaba cerca. Demasiado cerca.
—¿Te pasa algo? —le susurró Mora.
—No... —respondió Luna—. Bueno, sí. Me cuesta dejar de pensar.
—Eso es porque no te dormiste en el micro —bromeó Mora—. Esta noche caés rendida.
Luna quiso creerle.
Después de la cena, se repartieron las tareas. A Luna y su grupo les tocó lavar los platos. El agua caliente le devolvió algo de calma. El sonido constante la ayudó a ordenar los pensamientos.
—Che —dijo una de las chicas—, ¿no sienten como... un silencio raro?
—Es el campo —respondió otra—. Acostumbrate.
Pero Luna sabía que no era solo eso. El silencio tenía peso, como si algo estuviera atento.
Cuando terminaron, volvieron a las cabañas. El sendero estaba apenas iluminado por faroles. Las sombras de los árboles se estiraban sobre el suelo.
—No me gusta caminar sola acá de noche —dijo Mora.
—No estamos solas —respondió Luna, sin saber por qué.
Entraron a la cabaña y cerraron la puerta. El interior era cálido, con olor a madera. Se pusieron los pijamas, acomodaron las camas y hablaron en voz baja, como si el bosque pudiera escucharlas.
—¿Y si pasan cosas raras? —preguntó una, medio en serio, medio en broma.
—Si pasa algo raro, lo enfrentamos juntas —dijo Mora—. Como siempre.
Luna sonrió. Eso era verdad.
Cuando apagaron la luz, el silencio volvió a ocuparlo todo. Luna se dio vuelta en la cama, mirando el techo. Afuera, el viento movía las ramas. Cerró los ojos.
El sueño llegó despacio.
Primero fue el agua.
Estaba de pie frente al lago. No había árboles ni cabañas. Solo el agua oscura y quieta. El cielo era gris, sin sol ni estrellas. Luna sentía que no estaba sola, aunque no veía a nadie.
Entonces el lago se movió.
No como una ola.
Como un latido.
El agua se abrió apenas, formando círculos lentos, y una voz —no un sonido, sino una sensación— la llamó.
Luna.
Se despertó sobresaltada.
La cabaña estaba a oscuras. Todo parecía normal. Pero su corazón latía rápido y tenía la boca seca. Se incorporó y miró alrededor. Mora dormía profundamente. Las otras chicas también.
—Fue solo un sueño —se dijo.
Se volvió a acostar, pero le costó volver a dormir.
A la mañana siguiente, el sol entró temprano por la ventana. El bosque parecía otro. Luminoso, amable. El misterio de la noche se había escondido.
—¡Arriba! —gritó la seño Clara desde afuera—. En diez minutos, desayuno.
Durante la comida, Luna miraba a sus compañeros uno por uno. Tomás hablaba animado. Benjamín reía fuerte. Santi observaba, como siempre.
—Soñé algo raro —dijo Luna de repente.
—¿Raro cómo? —preguntó Mora.
—Con el lago.
Santi levantó la mirada.
—Yo también —dijo.
Tomás frunció el ceño.
—¿En serio?
—Sí —respondió Santi—. Estaba oscuro. Y sentía que algo quería que escuche.
Un silencio incómodo se instaló en la mesa.
—Debe ser por el viaje —dijo Tomás—. El cansancio, el lugar nuevo...
—Puede ser —dijo Luna—. Pero se sentía muy real.
Benjamín dejó de sonreír.
—No fui el único entonces —murmuró—. Yo también soñé con el lago.
Mora los miró a todos.
—Bueno —dijo, firme—. Soñamos con el lago. No significa nada... todavía.
Luna pensó que esa última palabra había sobrado.
Más tarde, salieron al sendero con mochilas livianas. El guía explicó normas, cuidados, límites. El bosque parecía observarlos pasar.
En un momento, Luna se retrasó un poco. Escuchó el murmullo del agua cerca. Se acercó con cuidado y vio un pequeño claro entre los árboles. Desde ahí, el lago se mostraba de nuevo.
El sol brillaba sobre la superficie.
Nada se movía.
Aun así, Luna sintió lo mismo que la noche anterior.
No miedo.
Una especie de llamado.
—Luna —la llamó Tomás desde atrás—. ¿Venís?
Ella se dio vuelta.
—Sí —respondió.
Antes de irse, miró una última vez el agua.
Por un segundo, le pareció ver círculos lentos, como si el lago respirara.
Y supo que ese lugar no solo guardaba silencio.
Guardaba memoria.
Editado: 17.12.2025