Cuando el artefacto adquirió un siniestro tono morado, una figura encapuchada emergió de las sombras ante nosotros. Rodeado por una aura más oscura que la misma noche, sus ojos eran pozos de oscuridad absoluta, inalcanzables y profundos como la nada misma. El artefacto vibró y se calentó, revelando la presencia de quien parecía comandar la tormenta.
La energía estaba alcanzando niveles tan extremos que ni los instrumentos más avanzados podían medirlos. El encapuchado se detuvo frente a nosotros y pronunció, con una voz cargada de ominosidad: —¡Te conozco! ¡Eres tú!
Douglas, visiblemente perturbado, tomó mi mano con fuerza y le dijo: —No sé quién eres ni qué quieres, pero no permitiré que toques a Cloe. Es todo lo que tengo en esta vida, y si es necesario, daré mi vida por ella. La misión que se nos encomendó es lo más importante ahora, más allá de lo que tú seas o este infernal lugar.
El encapuchado respondió con desdén: —Aléjate de ella. El destino que te aguarda es trágico; no debiste embarcarte en este viaje. Solo hallarás desesperación y la más pura desolación. Sé lo que ella ha hecho, o más bien, sé lo que está por hacer.
Douglas, enardecido, replicó con fervor: —No me importa. Mi vida ha sido una tragedia, igual que la suya. Mis padres me abandonaron, sufrí enfermedades sin fin, y nadie quería estar a mi lado. Ella me brindó su amistad sin pedir nada a cambio. Mi vida es suya, y se la debo a ella.
Aturdida y desconcertada, traté de entender lo que ocurría. Parecía que esta entidad conocía aspectos de nuestra existencia que trascendían nuestro tiempo. El zumbido del artefacto, los gritos de Douglas y la tensión de la situación me llevaron al límite de la desesperación, así que grité con todas mis fuerzas: —¿Quién demonios eres tú?
El encapuchado, irritado por mi exclamación, desató una tormenta de rayos y truenos negros fuera de la cueva. Algo en su aura me resultaba inquietantemente familiar, así que le pregunté: —¿Vas a matarnos?
La tormenta cesó abruptamente y el encapuchado, con una voz que resonaba con una tristeza abrumadora, respondió: —¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué es el alma realmente? Cloe, nos encontraremos en el otro lado. Ahora no puedo hacer nada, mi cuerpo está atrapado en este lugar lamentable.
Su respuesta despertó en mí una curiosidad desesperada: ¿Qué es ese "otro lado"? ¿Fue él quien atacó a la viajera del tiempo? ¿Sabe cómo regresar del límite 3 km? ¿Conoce la luz? La incertidumbre me invadió, y le dije: —No sé qué quieres, pero si tu intención era atacarnos, ya lo habrías hecho. ¿Qué es lo que te detiene? Además, siento una extraña familiaridad contigo, mi corazón lo percibe. Sabes mi nombre y afirmas conocer lo que he hecho o haré. Dime, extraño, ¿de dónde me conoces? ¿Qué es lo que he hecho?
El encapuchado me miró con una expresión de profunda confusión, acercándose un poco más. Con gestos que reflejaban desorientación, dijo: —Sé que te conozco, pero no sé quién eres. Sé lo que vas a hacer, aunque tú aún no lo sepas, pero todo es confuso. Alguien ha robado las palabras y la información que debería tener. Estoy desfragmentado; mis recuerdos están esparcidos y alguien los ha sustraído.
Al ver su confusión y tristeza, una sensación extraña me invadió: sentía que conocía a esa entidad de algún lugar lejano. Intenté abrazarlo, pero al hacerlo, me di cuenta de que era intangible, como si su presencia estuviera aquí, pero su forma física no existiera realmente en este mundo.
Douglas, con una seriedad implacable al verme intentar el abrazo, exclamó: —Déjanos pasar, tenemos una misión que cumplir. No sé quién eres ni qué eres, pero te imploro que no nos hagas daño. Permítenos continuar este viaje.
Mientras el encapuchado se desvanecía lentamente, arrodillándose ante mí, el medidor permaneció en su siniestro tono morado antes de volver a su estado normal. Nos quedamos en la cueva, observando el cuerpo de Alison, y nos dimos cuenta de que no podíamos hacer más que dejarlo allí. Su destino permanecía envuelto en misterio.
Douglas me ató más cerca de la cuerda y, con una determinación férrea, decidimos escapar de aquel lugar. Corrimos con todas nuestras fuerzas, avanzando y deteniéndonos para descansar, solo para reanudar nuestra carrera una y otra vez hasta que nuestras energías casi se agotaron por completo.
De repente, un escalofriante silencio nos envolvió, el miedo y la intriga nos paralizaron. Ante nosotros se desplegaba una visión aterradora: un campo de mochilas de explorador esparcidas por el suelo, un siniestro cementerio de tela y equipaje. Cada mochila, cubierta de polvo y desolación, parecía una lápida que marcaba la última morada de los que alguna vez las llevaron.
Entre todas esas mochilas que yacían olvidadas y marchitas, una en particular capturó mi mirada. Era un siniestro manto de sangre seca, su número era un enigma borroso, pero el nombre grabado en ella resonaba con una tristeza ominosa. Esta mochila llevaba el nombre de Brianda, como un lamento congelado en el tiempo.