Me quedé sentado sobre el suelo para pasar el tiempo. Todavía me ocurrían cosas que no lograba comprender del todo, y algo en el fondo me decía que para lograr mi objetivo de cuidar a las personas que me importan, tenía que despejar todas mis dudas.
Lo ocurrido con la mamá del bebé que ahora cuidaba Greyson mantuvo mi cabeza ocupada un rato. ¿Me había escuchado de verdad? ¿O tal vez mi alma hizo conexión con la suya y por eso compartió mi pensamiento? De no ser así ¿Existía algún método con el que pudiera comunicarme con los vivos? Era obvio que, toda aquella persona que como yo tuviera una habilidad extra psíquica, podía tener contacto conmigo, pero no siempre contaría con ello. De existir otra forma de comunicarme, debía encontrarla pronto.
Giré un poco la cabeza para ver el reloj de la pared. Eran las tres de la mañana. Sonreí. Esa hora siempre había sido conocida como «la hora de los muertos», ya que se decía que de las tres a las tres con treinta de la mañana, las ánimas paseaban entre los vivos, aunque yo lo hice a lo largo de todo el día.
Me resultó interesante darme cuenta de todas esas teorías que las personas se inventan. Es decir ¿de dónde habían sacado algo así? Recuerdo que estuve a punto de decir en voz alta un chiste grandioso al respecto, sin embargo, guardé silencio al percatarme de que un niño pasó caminando frente a mí. Pero no fue un simple niño del orfanato, sino un fantasma.
Me puse de pie de inmediato y comencé a llamarlo mientras me acercaba, pero él continuó su camino como si no me hubiese escuchado siquiera. Poco después, una niña apareció frente a mí, avanzando también a paso lento y con la mirada perdida.
Me dirigí hasta ella con cautela tratando de hacer que me respondiera algo, sintiendo un escalofrío recorrerme al notar que cargaba un peluche roto en su brazo izquierdo. Cuando por fin la pequeña se percató de mi presencia le sonreí luchando por parecer tranquilo, y es que ella me recordó tanto a Susy que me dejó inquieto.
—Hola —saludé con calma. La niña me miró—. Me llamo Víctor. ¿Y tú?
—No lo sé —me respondió en un susurro—. ¿Dónde estoy? —añadió.
—Es un poco difícil de explicar. Veras, tú y yo estamos… —Ni siquiera pude terminar de hablar, ya que la pequeña siguió su camino como si jamás me hubiese visto.
Me quedé observando la dirección por donde se había desvanecido la niña, antes de que algo más llamara mi atención. Varios niños habían comenzado a tiritar, incluso a tomar una coloración ligeramente morada a causa del frío que inundó la habitación de pronto.
Apreté los labios sintiendo un escalofrío en la columna y, cuando giré la cabeza para ver por encima de mi hombro hacia la pared del fondo, pude ver como todas las sombras se acumulaban en el suelo. Tragué pesado al darme cuenta de lo que se acercaba poco a poco, no solo a mí, sino a todos los pequeños de esa habitación.
«No, por favor» pensé.
Conocía muy bien esa sensación, ese frío que calaba hasta los huesos y, aunque no pudiera olerlo, estaba seguro de que también un penetrante aroma a carne podrida reinaba en el lugar. Avancé despacio hasta la cama de Greyson y me subí en ella para protegerlos porque, lo que se aproximaba, era peligroso.
Uno de esos seres trató de poseerme cuando era un niño, lo que me hizo entender que no todos los entes que «pedían ayuda» eran buenos, y por eso tuve que aprender a distinguirlos del resto. El encuentro con ellos me hizo estar alerta en todo momento, y enseñarle a Susy que no se les debía acercar jamás. Solo buscan llevar el caos entre los vivos; y si tienen la oportunidad, también entre los muertos.
No sabía qué hacer. ¿Cómo iba a proteger a los niños de los entes que se aproximaban? ¿Cómo lucharía con eso? Contuve la respiración tratando de apartar el miedo de mi mente, de modo que la criatura no nos detectara como víctimas potenciales. Porque sí, podía hacerme tanto daño como a los niños.
El ente comenzó a caminar a lo largo de la habitación mientras paseaba la mirada de un niño a otro, buscando un nuevo espíritu para devorar. Cuando la criatura se acercó a mi sitio y se giró para verme, sentí que una fuerza extraña me succionaba hacia el suelo. Empuñé las manos. Fruncí el ceño. El ente fijó su rostro deforme, lleno de pústulas sangrantes y con ojos negros en mí, pero me mantuve firme.
Luego de unos momentos la criatura continuó su camino, desapareciendo en la oscuridad y llevándose consigo todo lo que trajo. Por curiosidad busqué una vez más el reloj de pared. Eran las tres con treinta de la mañana. La llamada hora de los muertos había terminado y nada malo había ocurrido.