Mantuve mi promesa durante casi tres años y no me acerqué al bosque. Era difícil ni siquiera mirarlo porque sabía que me daría curiosidad entrar de nuevo y ver desde adentro cómo las hojas iban vistiendo a los árboles. A veces sentía que me llamaba, pero no quería decepcionar de nuevo a papá.
Por su parte, poco a poco me había estado cediendo algunas tareas de la casa, como lavar mi propia ropa o preparar alguna comida para mí mientras él no estaba o tardaría en regresar para preparar la cena.
La señora Charlotta también me enseñó a bordar y hacer algunas decoraciones en porcelana. Lentamente nuestra pequeña casa se fue llenando de decoraciones que papá atesoraba con mucho cariño.
Durante algunas vacaciones me llevaron a la ciudad de Östersund y en una ocasión nos invitaron, a mi padre y a mí, a la ciudad de Estocolmo. No podía estar más agradecida con ellos de compartir una aventura así con papá.
A pesar de todo, no podía quitarme de la cabeza el tacto de los lobos. Siempre intentaba compararlo con otro animal de la granja, pero ninguno era similar al tacto que recordaba del lobo. Incluso Sonja, mi vaca favorita, con sus manchas negras y grises en todo su cuerpo. Estaba segura de que no era un sueño, pero no había nadie más para afirmarlo.
Cada inicio de primavera, los aullidos se escuchaban no muy lejos de la casa, pero el eco que se hacía por los árboles, nos hacía creer que se encontraban cerca. En alguna ocasión el señor Garth salía con su escopeta para intentar matar alguno, pero no lo consiguió. La oscuridad de la noche y los días grises los haría prácticamente invisibles.
Al principio me asustaba y corría a la habitación de mi padre quien reía y me recordaba que había llevado uno a casa. De todos modos me refugiaba entre sus brazos mientras evocaba las palabras de mamá «escucha, no te asustes, se están comunicando», y los dos intentamos interpretar sus aullidos.
Él no pudo hacerlo. Decía que le parecía el mismo sonido, pero yo sí los podía escuchar.
A veces estaban asustados, escapando de algún cazador o de la pelea contra otra manada más fuerte. Otras veces celebraban la caza o en ocasiones discutían y alguno era reprendido.
Pero esa noche fue distinto.
El aullido fue diferente a las otras ocasiones en que lo había escuchado. No estaba segura de qué era lo que intentaban transmitir, pero el aullido no se volvió a escuchar.
―Papá ―susurré una tarde, algunos días después de ese alarido.
―¿Qué pasa, Marit? ―preguntó al pasarme un plato para secarlo.
―¿Podemos buscar a los lobos? ―le pedí, mirándolo desde mi altura.
Si bien él no era muy alto, cada día sentía que lo iba alcanzando, pero aún me faltaban varios centímetros.
―¿Por qué lo preguntas? Hace años que ni siquiera lo hacías.
―Quiero que me acompañes ―dije con seguridad.
―¿Por qué? ―cuestionó, mirándome de frente.
―El aullido fue distinto a los otros, pappa.
―¿Cómo distinto?
―No lo sé, fue como si… estuvieran pidiendo… ayuda…
Sus ojos grises me observaron durante unos minutos. En esos tres años en los que estuvimos escuchando sus aullidos, le contaba lo que sentía y lo que creía que estaban diciendo. Siempre me escuchaba con atención y hacía apenas unos meses que él también había comenzado a entender nuestra manada.
―De acuerdo ―aceptó y me lancé a sus brazos para abrazarlo.