Vidas Secretas

PARTE OCHO

 

NEW YORK


¡No puede ser verdad! Es mentira, esa no es mi esposa, es usted un médico de quinta, está firmando su sentencia, lo voy a asesinar con mis propias manos, es un charlatán, ella no puede haber muerte, ella no — El dolor que se había incrustado en el corazón de Maximiliano no lo dejaba razonar en paz, su mente está nublada por la rabia tenía del cuello al médico que estaba desesperado tratando de pedir ayuda con el poco aire que entraba a sus pulmones hasta que los guardias de seguridad entraron.



—Señor cálmese, el médico solo hace su trabajo — Las lágrimas en la mirada de Maximiliano empezaron a llegar por cascadas, era su esposa, su amada Azul, su otra mitad, la que lo calmaba, la que lo frenaba de no dar riendas sueltas a sus más bajos instintos, ella era su ángel, para su perturbada mente no era posible que esa mujer sin vida en esa fría camilla de la morgue fuera su Azul la madre de su único hijo, sus ojos ya no tenían luz, estaban apagados, cuando de pronto entro Doña Margarita con pequeño hijo en brazos. Cuando lo alcanzó a ver, su rostro era de asombro, pero rápidamente lo cambio a uno de dolor, se llevó la mano a la boca y se acercó a su hija cuando el pequeño Max hablo.



—¿Esa es mami? — A lo que Doña Margarita contesto



—Mamá murió pequeño — Tratando de mostrar en sus palabras el dolor que una madre debería sentir.



—Se ha ido al cielo entonces — Sin comprender realmente que significaba eso, él lo veía como un viaje, pero aun en medio de la muerte Doña Margarita no dejaba de destilar el veneno que había en su alma.



—Debería ir al infierno, que es su lugar por haber sido una mala hija, todo lo que le pasa se lo merece por faltarme el respeto como lo hizo, se lo dije, ahora voy a bailar en su tumba — Se lo dijo de tal forma pegando al niño a su pecho y despacio al oído que no pudo ser escuchado por nadie más, pero esas palabras se hundirían en un lugar muy en el fondo del niño, esas palabras lo habían marcado cuando ni siquiera entendía la magnitud de ellas ni el impacto que causarían más adelante.



Maximiliano estaba en su propio mundo hundido en el dolor, no veía más allá de sus lágrimas, no veía más allá de esa rabia que iba creciendo dentro del cómo lava hirviendo, tenía en su mente un culpable, su mente empezaba a jugar con él empezaba a ver a Ángelo Rinaldi riéndose de su desgracia, empezó a dar golpes al aire tratando de alcanzarlo, pero lo único que lograba era lanzar las cosas al suelo causando un alboroto tal que Doña Margarita y su nieto debieron salir de la habitación, mientras entre cuatro guardias trataban de calmar la ira del demonio de New York tuvieron que sedarlo de tal forma que se necesitó un medicamento casi tan potente como la Etorfina que se usa para sedar rinocerontes.



—Abuela, no quiero que mi papi se duerma, no quiero que se vaya al cielo como mi mami — Mientras veía por el gran ventanal que daba a la sala donde su padre estaba siendo sometido para caer en la inconsciencia producto del sedante.



—Sería lo ideal, que se vuelva loco o se terminan matando, así me quedo con todo, sería mucho pedir un poquito de suerte. — Pensaba Doña Margarita poco más y le faltaba sonreír de solo imaginarse acreedora de toda la fortuna Del Monte.



«Vamos para dejarte con la niñera mientras me voy a comprar un fabuloso vestido negro para la ocasión y cierto también tengo que hacerme las uñas.



El pobre pequeño no entendía nada, solo quería correr hacia su padre, mientras su abuela lo jalaba de la mano y su padre era trasladado en una camilla.



«Basta, compórtate, que ya no está tu querida mamita para malcriarte, a partir de ahora vas a aprender de disciplina conmigo.



VARIAS HORAS DESPUÉS.



—¡Quiero saber cómo fue que ella murió! Como alguien fue capaz de hacer lo que hizo con mi Azul, quiero una maldita explicación y la cabeza de todos los ineptos que tengo como guardaespaldas, Habla Edward — Mientras tomaba de una botella que había mandado a traer.



—Señor, pero no debería beber así, el doctor dijo — Y todo el cuerpo del pobre Edward tembló cuando el trigo de Maximiliano Del Monte retumbo en toda la habitación.



—¡Me importa un carajo que diga el doctor! Quiero saber cómo fue que me quitaron a mi esposa, ¿No te entra en la cabeza acaso? El maldito de Ángelo me la arrebato de eso, estoy seguro, quiero saber cómo.



Edward no podía contarle o no se atrevía a contarle que su esposa había pasado, no sin antes el haber esquivado a los guardias de seguridad y había escapado de la mansión sin ser vista, que no se dieron cuenta hasta que encontraron su cuerpo en un barranco, lleno de marcas de tortura horas después de su desaparición, sabía que la señora Azul esa mujer que era la única capaz de calmar a la fiera que tenía como jefe había sufrido quien sabe cuánto antes de morir, ¿Cómo le podía contar eso su jefe?



Cuando Maximiliano entendió que ya no nada podía hacer se fue a su casa, pero al entrar ahí los recuerdos lo atacaron de golpe, el olor de su esposa estaba en cada rincón, cada espacio de esa casa había sido testigo de las noches de entrega, cada rincón de ese lugar le recordaba a ella, lanzo al suelo todo a su paso no oía voces o entendía de razones, no importaba quien le hablara destrozo todo el lugar y se bebió todas las botellas de licor que había ahí, se fue a su habitación y saco toda la ropa de su esposa y empezó a llorar como un niño pequeño que tenía el corazón desgarrado porque le había arrebato lo que más amaba su querida Azul su dulce e inocente esposa.




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