Bueno, creo que va siendo hora de continuar, ya estoy mucho más tranquila. Te agradezco de todo corazón que me hayas dado un poco de tiempo para recomponerme. Han pasado muchos años desde la última vez que le conté a alguien esta historia y recordar todo lo que pasó aquella noche... remueve aún demasiadas emociones.
Aunque me siento en la obligación de advertirte de que lo que viene a continuación tampoco es más alegre que lo ya que te conté la última vez. Ya te avisé al comienzo, esta no es una historia feliz y solo vamos a adentrarnos aún más en la bajada a la desesperación que fue mi vida durante demasiados siglos.
Tampoco te quiero deprimir antes de tiempo, todo llegará. A ver, ¿dónde nos habíamos quedamos? ¡Ah, sí! Ya me acuerdo...
Las paredes encargadas de guardar toda la historia de la familia habían sido también las responsables de protegerme de aquel ataque de odio del que no parecía haber escapatoria. No sabía cuántas horas había pasado allí encerrada, pero el silencio me había invadido por completo. Los gritos provenientes de los pisos superiores habían desaparecido hacía mucho tiempo. Todo estaba tan calmado que el sonido de mis sollozos retumbaba en las paredes para volver a mí y mis lágrimas, que no dejaban de caer al suelo empedrado, sonaban como si estuvieran cayendo dentro de una gruta subterránea.
Cuando no estaba llorando es porque había caído presa del sueño que intentaba evitar a toda costa. Tenía miedo de dormir, pero también lo tenía de quedarme despierta. Cuando el cansancio lograba ganar la batalla, las pesadillas en las que volvía a experimentar aquella noche trágica eran tan vívidas que sentía que había vuelto a la masacre. Pero cuando lo daba todo para luchar contra el sueño, mi mente empezaba a delirar y veía espejismos de mi vida pasada que rompían cada vez más mi corazón. Cuando mi mente se cansaba de jugar conmigo, tenía tiempo para llorar desesperada, hecha un ovillo, en una de las frías esquinas de la oscura habitación. Y no podía dejar de decirme a mí misma que prácticamente todo lo que alguna vez había amado, había perecido justo sobre mí. Ese mismo pensamiento fue el que me paralizaba cada vez que me armaba con algo de valor para salir de allí de una vez por todas.
Pero, al final, cuando ya había perdido la cuenta de las horas que llevaba encerrada en la Sala del Conocimiento, me obligué a hacer todo lo posible para salir. Mihael me había encerrado para protegerme, pero quizás no había pensado en cómo iba a salir si lograba sobrevivir. Obviamente, la puerta no cedería si intentaba abrirla o la golpeaba con el hombro. Necesitaba algo más, algo más fuerte. Me hubiera encantado coger la estantería de los Inmortales Ejemplares —con eso la puerta caería a mi paso en un solo golpe—, pero mis bracitos no daban para agarrar tanto peso. Alex estaría decepcionada conmigo.
Lo único que podía usar para derribar la puerta era el butacón que había acogido mis penas durante aquellas interminables horas de masacre. Tanteé la oscura habitación hasta que mis manos rozaron el tapizado, tomé el butacón a pulso, me fui hasta la pared contraria a la puerta —agradecí de corazón conocerme la habitación de memoria. Todas las horas que había pasado allí habían merecido la pena— y, tras coger todo el impulso que pude, me encaré contra la puerta. Pero no pasó nada. Repetí el proceso, pero la puerta no cedía. Otra vez. Tampoco. Con el cuarto golpe, la madera empezó a resquebrajarse. El séptimo intento hizo que la puerta empezara a temblar. Estaba funcionando.
Tras el décimo golpe, empecé a oír cómo algunos trozos de madera caían al suelo. No llegué a dar el undécimo golpe cuando frené en seco e, instintivamente, me resguardé tras el butacón. El pomo de la puerta había empezado a girar y el sonido del cobre oxidado me había puesto en alerta. Alguien estaba abriendo la puerta.
Me sentía como una pequeña presa indefensa a punto de ser cazada. No tenía escapatoria, pero una voz conocida surgió desde las sombras.
—¿Señorita?
Noté como mi cuerpo se desprendía de toda la tensión acumulada a lo largo de las horas: era Ileana. Estaba viva, justo frente a mí. Salté para dejar atrás mi refugio y corrí a abrazarla. Necesitaba notarla. Necesitaba cerciorarme de que ella era de verdad. Quién sabe si a esas alturas aquello también era una macabra alucinación. Pero aún no me había vuelto loca, era ella: con su pelo cano y su expresión siempre seria, pero con los ojos hinchados e inundados en lágrimas. No podía ni imaginar las cosas que había visto arriba en el castillo.
—Tenemos que salir de aquí. —Empezó a tirar de mí para sacarme de la habitación lo más rápido posible—. No podemos dejar que la encuentren. Sino...
Subimos a todo correr las escaleras, pero lo que no podía ni imaginar fue el escenario que me encontré cuando volví a pisar el castillo. Ni mis peores pesadillas me habían preparado para aquello que encontré frente a mí: aún quedaban restos humeantes de muebles e incluso personas a lo largo de los pasillos, el suelo y las paredes estaban pintados con sangre que se había oscurecido con el paso del tiempo. Había incluso más cadáveres de los que vi cuando me oculté, prueba de que la masacre había sido fulminante. Como me imaginaba, no quedaba nadie. Solo nosotras dos.
Caminamos en silencio, cogidas de las manos, rumbo a la salida. Todas las esperanzas que me quedaban de que alguien quedara con vida, se esfumaron cuando cruzamos lo que debía ser la puerta del edificio principal. El patio del castillo parecía un campo de batalla: personas —algunos de ellos atacantes— y animales destrozados, reducidos a masas inidentificables de carne. No se sabía dónde empezaba una persona y dónde empezaba otra dentro de aquellos amasijos de carne.
Pero lo peor de todo, con diferencia, fue lo que me encontré en el centro del patio: junto a los restos aún humeantes de una hoguera, estaba la cabeza de Mihael, expuesta y clavada en una pica. La piel se le había blanqueado tanto que se podía ver el recorrido de las venas por toda su cara; su pelo, que siempre había estado perfectamente peinado, no era más que una maraña oscura decorando la cabeza; además, le habían arrancado la dentadura, dejando que un reguero de sangre ya seca se dejara caer por su boca. No habían tenido valor siquiera para llevarse el mayor trofeo de su cacería. Cobardes.