Me despertó un penetrante olor a humedad y sal. Sentía como mi cuerpo se balanceaba con un vaivén como el de una cuna que me mecía. Me sentía totalmente desorientada; no sabía dónde estaba, cuánto tiempo había pasado ni qué había ocurrido aquella noche... Nada. La cabeza no dejaba de darme vueltas y una avalancha de recuerdos desordenados empezó a bombardearme indiscriminadamente. ¡No entendía qué estaba pasando!
Poco a poco, la niebla de mi vista empezó a disiparse mientras intentaba tantear con las manos a mi alrededor. Ante mí me encontré con unos barrotes oxidados que me rodeaban por todos los flancos menos por uno, en que el que había una desvencijada pared de madera comida por la humedad prácticamente en su totalidad. Cada vez entendía menos lo que estaba ocurriendo. Si yo iba en un carruaje por las montañas. Nada de eso tenía sentido para mí. Me lancé contra los barrotes para intentar ver más de allá la jaula que me tenía prisionera, pero lo único que encontré fueron muchas jaulas más. Todo estaba tan oscuro que apenas podía distinguir lo que había a mi alrededor, todo lo que podía intuir era que aquello era un pasillo repleto de jaulas. No sabía si había más gente o si era la única en aquel lugar... Me sentía terriblemente sola.
Llamé a Ileana, desesperada, deseando escuchar su voz al otro lado del pasillo. No sabía dónde la podían haber retenido o por qué nos habían separado. Tenía que estar bien, necesitaba que estuviera bien. Ella era lo último que me quedaba, no podía perderla. Inocente de mí...
—¡Ileana! ¡¿Dónde estás?! ¡ILEANA!
Gritaba cada vez más desesperada mientras zarandeaba los barrotes que parecían no tener intención de ceder.
—¡Cállate si no quieres tener problemas!
Oí una voz quejándose en las profundidades de aquel pasillo que parecía no tener fin. Aquella voz no era de Ileana. Hablaba en... francés.
—¿Dónde estamos? —pregunté a aquella voz con una chispa de esperanza.
—En un barco. ¿No te has dado cuenta? —respondió la voz con desgana—. No pareces muy lista. No sé qué van a hacer contigo.
—¿Quién? ¿Qué van a hacerme? —Cada vez estaba más confundida.
Aquella conversación no había servido para absolutamente nada. Hasta tú te habrás dado cuenta de que había ido a parar a un barco.
Resignada a no recibir más información, me senté en una esquina cuando, a lo lejos, se empezaron a oír unos pesados pasos que hacían crujir la madera.
—Vaya, vaya. —Una voz gastada se dirigió a mi celda—. Al fin ha despertado la bella durmiente. —Hablaba en griego.
La luz de una vela me cegó mientras una cara verrugosa se plantó al otro lado de los barrotes. Un hombre de aspecto desagradable y olor fuerte, con barba de varios días dejó que su mano libre traspasara los barrotes para atraparme la cara y mirarla a la luz de la vela.
—Parece que nos hemos encontrado algo interesante.
—¿Quién eres? —pregunté intentando disimular el terror que me atacaba.
—Impresionante, si hasta sabes idiomas. Nos darán mucho dinero por ti, preciosa.
—¿Dónde está Ileana? —Me importaba bastante poco lo que me estuviera diciendo.
—¿Quién? —Me soltó la cara y retrocedí instintivamente—. Mis chicos te encontraron sola junto a los restos de un carruaje y el cadáver de una vieja.
¿Cómo que cadáver? No podía ser posible. La única persona con la que estaba viajando era Ileana... No podía ser posible. Ella no podía ser el cadáver. Y, por si fuera poco, por la forma en la que hablaba de mí, empecé a sospechar que había acabado en un barco de esclavos.
En el castillo ya no quedaba nadie, todos aquellos a los que había considerado mi familia, había perecido. Ni mis amigos ni nadie de las otras familias sabría qué había sido de mí. Era más lógico para ellos pensar que, al igual que Mihael, yo también había sido víctima de la brutalidad de los atacantes y mis restos estarían desperdigados por lo que había sido mi hogar... Estaba más sola que nunca. Y, por si fuera poco, me había convertido en un objeto; un bien para vender. Lo había perdido todo y era menos que un animal. No era nada. Era menos que nada.
Aquella noche me la pasé sollozando como cuando había estado encerrada en el castillo. Parecía que las cosas solo habían ido a peor. Pensaba que a esas alturas ya no me quedaban más lágrimas por derramar, pero me equivocaba. El sentimiento de pérdida que me había atacado en la Sala del Conocimiento no tenía nada que ver con lo que estaba sintiendo recluida en aquella fría jaula mientras solo oía sollozos lejanos provenientes de alguna otra jaula y el romper de las olas contra el barco. En aquella ocasión nadie vendría a salvarme. Me pasé el resto de la noche acurrucada sobre mí misma y acariciando aquella pulsera de cuero que nunca me había quitado y me hacía sentirme más cerca de mis amigos.
Llegó el amanecer mientras yo dormía un poco en aquel maldito barco ajado, que evidentemente no estaba preparado para transportar vampiros, estaba empezando a dejar que la luz del sol lo atravesara. Un rayo de sol, que había viajado miles de kilómetros, no tuvo mejor destino que aprovechar una rendija entre dos tablones para llegar a mi brazo que empezó a calcinarse inmediatamente. Quemaba; quemaba muchísimo. Grité desesperada y me arrastré por la diminuta jaula intentando resguardarme en cualquier sombra que pudiera encontrar por pequeña que fuese.
Entre mis gritos de dolor, pude oír como unos pasos bajaban desde la cubierta. Era el hombre de la noche anterior, acompañado de otro más con aspecto igual de desagradable, aunque con más barba. El segundo hombre se asomó a mi jaula.
—¿Qué le pasa a esta zorra? —preguntó mirando con asco la quemadura de mi brazo.
Necesitaba darles una respuesta rápida y creíble. No podía dejar que me abandonaran a mi suerte dentro de aquella jaula. No quería morir calcinada, aquel dolor era insoportable.
—Yo, yo... —Tenía que pensar rápido—. Tengo una... condición especial. Mi piel... —Les enseñé la desagradable quemadura—, es sensible al sol.