A los tres días, las heridas ya habían desaparecido por completo y, como les había dicho a los esclavistas, no quedaba ninguna cicatriz como vestigio de lo que había pasado. Volví a tener la piel inmaculada y mis captores parecían satisfechos al comprobar que su producto estrella no había acabado dañado de forma permanente.
A lo largo de esos tres días me había resignado a vivir en aquel trozo de madera flotante hasta que llegara el día en que mi cuerpo sirviera para pagarles a esos desgraciados la cena de sus vidas. Las horas que estaba despierta me las pasaba mareada, vomitando o trabajando —nunca mejor dicho— como una esclava. ¡Qué bonita es la vida en un barco!
Pero, aunque no fuera suficiente para apaciguar mi miseria, no estaba sola en aquella pesadilla. En aquel almacén mal ventilado estábamos recluidas seis personas. Almacenados igual que las cajas con víveres que nos rodeaban pero que no podíamos coger. Como te he dicho antes, todo aquel pasillo estaba lleno de barrotes que delimitaban diferentes celdas tan diminutas que ni siquiera mi cuerpecito cabía completamente estirado. La mayoría de las celdas desocupadas estaban llenas de cajas, sacos y barriles para aprovechar todo lo posible el espacio de aquella lata de sardinas.
Había dos chicas y tres chicos más repartidos en diferentes jaulas y, menos la chica que me había estado ayudando con la quemadura de la espalda, todos los demás parecían algo mayores de lo que yo aparentaba.
—Deberías comer más —me decía Nubia, la chica de al lado, cada vez que rechazaba mi comida.
—Si la voy a vomitar igual... —Siempre les ofrecía un poco de lo que fuera que nos pusieran de comer—, mejor repartidla entre vosotros. —Le pasaba el cuenco al chico de la celda de enfrente, que no hablaba mucho.
—¡Eso! Mejor no desperdiciar algo si lo va a vomitar —dijo con soberbia el chico de su lado, arrebatándole el cuenco.
—Pero déjanos algo a los demás —replicó la chica que tenía al lado—, no te lo quedes todo para ti.
—Gracias Daphne... —me dijo el chico de la última celda.
En el barco no había mucha comida y menos para nosotros, por lo que era preferible aprovechar mi ración dándosela a ellos. Era mucho mejor que intentar comérmela con el asco que me daba y lo mareada que estaba siempre. Tampoco es que nos lleváramos bien, pero habíamos aprendido a soportarnos. Éramos compañeros de penas, al fin y al cabo. Compartíamos la misma certeza sobre lo incierto de nuestro futuro. Pronto nos separaríamos y no sabíamos qué sería de nosotros. Lo que sí sabíamos, era que la vida de esclavos nos traería escasas alegrías.
En cuanto mis heridas sanaron, me sacaron de la jaula para trabajar como los demás. Los esclavistas no eran tontos y no iban a desaprovechar los esclavos gratis a lo largo de la travesía. Así nos formaban, decían. La gran variedad de tareas formativas que nos encomendaban incluían limpiar la cubierta, ayudar en la cocina y seguir limpiando un poco más. Una vez en nuestro lugar de trabajo, nos ponían grilletes en los tobillos para que ni se nos ocurriera la tentadora idea de saltar por la borda. Desde el momento en el que habíamos pisado aquel barco, habíamos perdido por completo el control de nuestras vidas.
A diferencia de mis compañeros, mi turno de limpieza era por las noches, para evitar quemaduras, y era entonces cuando me encontraba con el resto de desafortunados que también estaban presos en el barco, obviamente un barco de esclavos no zarpa con solo seis productos. Aquello era un negocio, necesitaban suficiente mercancía como para que el viaje fuera rentable.
Limpiar aquel navío no era tarea fácil por muchos que fuéramos. Todo se movía al son del incesante ritmo del mar. A mí todo me daba vueltas constantemente y, por si fuera poco, por las noches había más borrachos en el barco que manchas de humedad en las paredes. Me pasaba noches persiguiendo por toda la cubierta algún vomito errante que parecía haber cobrado vida y huía de mí con todas las ganas mientras la tripulación vitoreaba al vómito como si estuvieran viendo un espectáculo. ¡Era todo tan asqueroso!
La mayoría asumíamos aquellos trabajos tan desagradables o el hecho de despertarse con una rata intentando comernos los pies con la cabeza gacha y deseando que las obligaciones no fueran peor castigo que el infierno, pero no todos éramos iguales. Travis, el chico desagradable que también estaba en el almacén, parecía tener una visión muy diferente de nuestra situación. Más de una vez, mientras yo estaba recluida en mi celda, podía oír cómo se peleaba con alguno de los marineros por no querer cumplir sus obligaciones. Al parecer, no pensaba limpiar el desastre que había dejado un marinero que no había logrado llegar a tiempo al baño. No sé si al final lo limpió o no, pero aquella noche, cuando nos cruzamos en el cambio de turno, le vi uno de los ojos tan morado que apenas lo podía mantener abierto.
Yo no volvía al almacén hasta que el sol empezaba a asomar por el horizonte. Más de una vez tuve que suplicar a los marineros que se habían olvidado de mí que me quitaran los grilletes para precipitarme escaleras abajo. Y no fueron pocas las noches que me crucé con algún que otro navegante que salía con una sonrisa radiante del almacén. Se me erizaba la piel cada vez que veía aquella sonrisita. Todos sabíamos desde el principio el destino que corrían muchos de los esclavos a manos de los necesitados marineros. Al menos yo tenía suerte: mi virginidad era un valor añadido que no iban a echar a perder. Y fue eso lo que me permitió evitar que tocaran más de la cuenta, aunque sí que se permitían manosear hasta donde podían.
—Echo de menos mi casa... —sollozaba la chica de enfrente una de tantas noches.
—Claro, porque los demás estamos aquí por gusto, ¿verdad? —replicó Travis, el maleducado.
—Podrías ser un poco más sensible, Travis —murmuró Nubia a mi lado.
Incluso en conversaciones tan poco agradables, no me importaba hacer el papel de intérprete entre los tres idiomas que se hablaban en aquel almacén. Daba igual que fuera una pelea, cualquier tipo de conversación nos servía de entretenimiento. Así no nos regocijábamos solos en nuestras miserias y podíamos compartirlas.