Vientos de Oriente

Capítulo 4

El barco continuó su travesía cuando, inevitablemente, comenzaron a sucederse las paradas en las que empezaban los mercados de esclavos. Sabíamos que tarde o temprano empezaríamos a ver como muchos de nuestros compañeros de viaje se marchaban para siempre. Aun así, no pudimos evitar la desesperación que nos invadió cuando el barco atracó en el primer puerto. Un día, los esclavistas bajaron en tropel hasta el almacén y empezaron a sacar a empujones a todo el mundo de las jaulas. A todos menos a mí.

—No creo que sea buena idea dejar a esta aquí —dijo uno de ellos a su compañero, mirándome con desprecio.

—Son órdenes del jefe —terció el otro.

Durante aquellos días, la espera se hacía eterna. Yo permanecía prácticamente sola dentro de aquella jaula, sin ningún tipo de escapatoria y con la incertidumbre de no saber quién regresaría y a quién no volvería a ver jamás. Muy a pesar de lo desolador que podía llegar a ser que no hubiera nadie más en el almacén, era mucho peor cuando llegaban las visitas.

Aquel primer día, a las pocas horas de haber desalojado el barco mientras yo pensaba que no se habían acordado de mí, el jefe de los esclavistas bajó al almacén junto a otro señor que no había visto en mi vida. Ambos empezaron a hablar en un idioma totalmente incomprensible para mí delante de la jaula. Qué se le va a hacer, no puedo entender todos los idiomas del mundo.

El desconocido se acercó más a la jaula y me examinó minuciosamente, como si intentara ver a través de mí. Retrocedí de un salto todo lo que aquel diminuto espacio me permitía. Me sentí totalmente intimidada e indefensa allí encerrada.

—Acércate —me ordenó la voz autoritaria del marinero verrugoso mientras su mirada me fulminaba, dispuesto a castigarme en caso de desobedecer sus órdenes—. Le he dicho que eres muy mansa, no me hagas quedar mal.

Me arrastré temerosa hasta los barrotes, intentando que mis pasos fueran lo más lentos y pequeños posibles, y me senté frente al hombre que inmediatamente estiró el brazo, esbozando una sonrisa de satisfacción, hasta aprisionarme la cara con las manos y acercarla con violencia a los barrotes.

Inmediatamente, el jefe lo reprendió. No quería que ningún cliente dañara su valiosa mercancía. No antes de comprarla, claro. El hombre gruñó y, en lugar de soltar el agarre solo lo suavizó antes de volver a centrar su atención en mí. Con la mano que me estaba sosteniendo, me abrió la boca como si fuera un caballo. Inevitablemente, el cliente preguntó por mis colmillos en cuando pudo verlos. A diferencia del morsum que podía pasar por una curiosa marca de nacimiento, los colmillos llaman un poco la atención si te fijas en ellos.

El hombre de las verrugas comenzó un extenso monólogo que atrajo la atención del cliente y pareció resultarle convincente. Con el tiempo llegué a entender que justificaba mis peculiares caninos narrando que yo provenía de una extraña tribu perdida en Europa que había desarrollado una poderosa dentadura para dar caza a sus presas. También se jactaba de haber logrado domesticar él solo a un miembro de una tribu tan violenta.

Tras aquel monólogo, el cliente cogió mi mano y la arrastró hasta un pequeño rayo de luz que había conseguido atravesar la madera del barco; así comprobaba cómo reaccionaba mi piel al sol y se aseguraba de que no intentaban estafarlo. A pesar del dolor, pensar en todo el sufrimiento que tuve que soportar el primer día me hacían concienciarme de que siempre podía ser peor.

Esbozando una sonrisa de satisfacción, el cliente me soltó e hizo un gesto para que me levantara y luego me dijo algo que no entendí.

—Desvístete —ordenó el marinero, haciendo las veces de intérprete.

Yo lo miré incrédula. ¿De verdad era necesario llegar tan lejos? Él me amenazó con la mirada cuando vio que no obedecía. No quedaba otra. Suspiré rendida y comencé a desprenderme de lo que quedaba de mi ajado pijama y me planté delante del cliente. Estaba ahí, totalmente expuesta a su merced y tenía muchísimo miedo. Vi cómo se relamía y me hacía un gesto para que girara sobre mí misma. Obedecí y empecé a girar lentamente. Las manos del cliente atravesaron repentinamente los barrotes y empezó a tocarme. Instintivamente, retrocedí hasta la pared.

—Vuelve —me ordenó el esclavista, que observaba la escena desde cierta distancia.

Con diminutos pasos temblorosos, me vi forzada a volver a mi posición y, llorando en silencio, dejé que el cliente comprobara que todo estaba en su sitio. En mi vida me había sentido tan humillada. Para ellos era simplemente un objeto, una mascota. Un ser sin opinión que debía obedecer. Y, aunque te cueste creerlo, aquel no fue ni de lejos el episodio más humillante de mi vida. Todo llegará a su debido tiempo.

El cliente había disfrutado de manosear cada centímetro de mi cuerpo cuando, visiblemente satisfecho, empezó a negociar con el jefe. Ambos se pusieron a hablar y a hacer símbolos con las manos. No dejaban de regatear un precio con el que no parecían ponerse de acuerdo.

Finalmente, el cliente se marchó visiblemente airado, echando un último vistazo a la mercancía antes de marcharse a grandes zancadas.

—Buena chica, ya te puedes vestir —dijo el jefe antes de irse, dejándome al lado de la jaula un bol con vinagre y un trapo.

Así era mi vida en aquel entonces: ser expuesta para que cualquier baboso me manoseara esperando a que apareciera el que tuviera el suficiente dinero como para comprarme.

No obstante, así era la vida de todos los que habíamos sido forzados a embarcar en aquel navío. Y creo que todos nos hicimos plenamente conscientes de nuestra situación el día en el que Nubia no regresó al barco. Estaba claro que iba a ser la primera en marcharse: era buena en su trabajo, nunca hablaba y siempre obedecía. Había sido esclava toda tu vida, y lo seguiría siendo hasta la muerte.

Cada día que pasaba, el trabajo se intensificaba más dada la clara reducción de la gente que tenían para trabajar. Y, por si fuera poco, teníamos que soportar las constantes quejas de Travis y los regulares, aunque entendibles, ataques de pánico de la otra chica, Irma creo que se llamaba.




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