Vientos de Oriente

Capítulo 5

En cuanto entramos a mar abierto, lanzaron el cuerpo de Travis por la borda y, a los pocos días de aquel terrible incidente, con todo el mundo aún conmocionado, vendieron al chico del final del pasillo. Cada vez quedábamos menos y cuando salía a trabajar por las noches se empezaba a notar mucho la escasez de esclavos. Pronto se quedarían sin producto. Por lo que suponía que nos encontrábamos cerca del final de la travesía y yo no dejaba de preguntarme qué sería de mí, desesperada. Me aterraba pensar en lo que me deparaba el futuro.

Por suerte o por desgracia, no tardaría mucho en dar por respondida aquella duda existencial.

Volvimos a atracar en un puerto y los esclavos desembarcaron. Aquel día, noté que el tráfico de clientes era mayor de lo habitual y, aun así, ninguno parecía dispuesto a pagar lo que pedía el jefe de los esclavistas. Hasta que, a eso del mediodía, bajó al almacén un señor bajito, calvo, algo encorvado, con prominentes dientes y un fino bigote. Si los humanos y las ratas pudieran tener hijos, ese hombre sería el resultado de su unión.

Como era costumbre, tras la fantasiosa narración de mis orígenes y el porqué de mis caninos, llegó el turno de comprobar mi aversión hacia el sol. Después de un día tan movido, tenía el brazo con más quemaduras de las que al jefe de los esclavistas le hubiera gustado que me hicieran, así que optó por hacer la prueba con una de mis piernas.

Como siempre, tras un suspiro de asombro por parte del cliente al verificar que no intentaban timarlo, tuve permiso para volver a vestirme mientras los dos hombres empezaban a negociar. En aquella ocasión, parecía que las cosas no iban como habían sido hasta entonces. Ambos sonreían ampliamente y se marcharon prácticamente abrazados mientras yo me recluía en una esquina, aplicándome el dichoso vinagre por todas partes, harta ya de sentirme un objeto.

A las pocas horas, todo el mundo había vuelto al barco y en cuanto cayó la noche, me subieron a la cocina a trabajar. Parecía que iba a ser un día normal cuando uno de los marineros irrumpió en la cocina con un portazo que podía haber partido el barco por la mitad:

—Tú. —Me señaló—. Vamos.

Sin entender nada, dejé mis cosas y salí de la cocina en cuanto me soltaron los grilletes para ponerme otros a modo de correa. Atravesé la cubierta con pasos pesados hasta que vi, delante de la pasarela, a aquel señor que parecía una rata que había venido ese mismo día, junto al jefe verrugoso. Seguí el recorrido de la pasarela hasta llevar mi mirada al puerto, donde había una especie de cortejo de criados que custodiaban dos palanquines. Junto al señor que ya suponía que me había comprado, había unos cuarenta sacos repletos de oro, jade y seda. Finalmente había aparecido un hombre lo suficientemente loco como para pagar lo que pedían por mí. El jefe me quitó los grilletes y me empujó hacia el otro hombre antes de lanzarse a por su preciado tesoro. La transacción se había completado. Había cambiado de dueño.

El viejo me colocó en el cuello un collar metálico y tiró de mí con unas cadenas como si fuera un perro. Por primera vez en más de un año, mis pies volvían a pisar tierra firme. Finalmente había salido del barco para no volver, aunque me hubiera gustado salir de otra manera más digna. A rastras, me subieron a uno de los palanquines al que engancharon la cadena para que, aunque saltara, no pudiera escapar.

Los cargadores trotaron velozmente por el puerto hasta que se detuvieron en seco cuando llegaron prácticamente al final del embarcadero. Uno de los criados que acompañaban al cortejo corrió una de las puertas del palanquín e hizo gestos para que descendiera. Frente a mí, se erguía un espléndido barco de madera oscura y velas rojas en forma de abanico que dejaba para el arrastre la balsa flotante en la que había estado encerrada hasta entonces. Viendo ese barco, podía entender cómo ese hombre había podido permitirse comprarme.

El viejo, que también había bajado de su palanquín, desató la cadena y tiró nuevamente de mí para que subiera con él a aquel barco que parecía recién botado. Me siguió arrastrando hasta el interior de la embarcación donde supuse que estaría mi nueva celda. Recorrimos varios pasillos de cuidada madera, sin una pizca de humedad y muy iluminados hasta que nos detuvimos frente a una puerta. Lo que encontré cuando nos adentramos en aquella habitación me pilló totalmente desprevenida. Sí, era una habitación con las ventanas tapiadas y una sola salida custodiada por un candado que no se podía abrir desde dentro: lo que todos entendemos como una celda. Pero las paredes perfectamente cuidadas y con detalles de oro a modo de decoración, la cama más mullida que había visto en mucho tiempo y un cuidado mobiliario con decoración floral y acabados de oro como las paredes, no tenían nada que ver con lo que yo entendía por una celda. ¿De verdad era una esclava?

Estaba realmente confundida y parecía que no podía expresarle mis inquietudes a nadie. Todo el mundo me hablaba, pero yo no entendía ni una sola palabra de aquel idioma que no había escuchado en mi vida. Así que me limité a guardarme mi asombro y obedecer en silencio.

Parecía que me estaban haciendo una visita al barco ya que no llegué a entrar a la habitación, sino que me llevaron a una especie de baño donde varias criadas se encargaron de bañarme —¡cómo echaba de menos un baño caliente!— y peinarme. Entre las dos me quitaron las pocas telas que me seguían cubriendo y me sumergieron dentro de un barril gigante lleno de agua caliente. Te voy a ahorrar la descripción del color con el que quedó esa agua después de que saliera, pero seguro que te haces una idea. Me hubiera encantado quedarme dormida, descansar dentro del agua calentita, pero aquel par de criadas no me quitaban las manos de encima para hacer desaparecer toda la roña del cuerpo y acabar con todos los enredos que se habían formado en mi pelo después de tanto tiempo. Luego, de vuelta en aquella "celda" las mismas criadas empezaron a sacar metros y metros de tela varias telas, tanto lisas como estampadas con motivos florales, con los que empezaron a envolverme; dando vueltas y vueltas a mi alrededor, haciendo nudos, girando la tela... Hasta entonces, la ayuda de Ileana era la única que necesitaba para poder vestirme, pero estaba segura de que ella sola no habría sido capaz de encargarse de aquella extraña vestimenta.




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