Vientos de Oriente

Capítulo 6

Al pisar tierra de nuevo, volvimos a montarnos en los palanquines que ya habían desembarcado antes que nosotros y, en cuanto entramos en ellos, nos adentramos en aquella ciudad a pasos acelerados. Me hubiera encantado poder disfrutar de los alrededores por los que nos movíamos, pero el palanquín estaba cerrado a cal y canto y lo único que podía hacer era escuchar el bullicio emergente de los comerciantes que empezaban a abrir sus negocios antes de que llegara la mañana.

Seguimos recorriendo nuestro camino hasta que finalmente nos detuvimos, pero retomamos la marcha a los pocos segundos tras escuchar lo que me parecieron unos grandes y pesados portones desplazándose delante de nosotros. El palanquín finalmente tocó tierra tras avanzar un poco y la puerta se abrió finalmente. Yo descendí con cuidado y el señor rata volvió a tomar la cadena para guiarme. Aunque estaba poco iluminada, pude ver que nos encontrábamos en una casa algo más opulenta que las que había podido avistar desde el barco. Esa no era una casa de meros pescadores. Como había imaginado al ver el barco que me había traído, esa persona tenía bastante dinero.

Caminamos hasta la entrada de la vivienda que parecía estar algunos centímetros sobre la tierra. Unas criadas nos dieron la bienvenida —creo— y nos dispusimos a entrar, pero, de repente, se formó un extraño alboroto cuando quise entrar en la vivienda. Las criadas empezaron a hacer aspavientos y me sentaron en el suelo mientras otra me quitaba los zapatos que me habían puesto en el barco. ¿Cómo iba a saber yo que no podía entrar con zapatos en una casa? Siempre había entrado con zapatos a los sitios. Total, que al descalzarme, había adquirido el permiso para entrar en aquella extraña vivienda.

Allí, me alojaron en una habitación igual de opulenta y tapiada que el camarote que me habían dejado en el barco que me trajo. Cuantas más cosas me pasaban, más confundida me encontraba. Mi confusión se mantuvo durante días en los que seguía sin entender cuál se suponía que era era mi propósito en aquella casa. No tenía que trabajar y apenas salía de la habitación. Hasta que, tras unos días, apareció en mi habitación una señora bastante mayor que se sentó en el suelo —porque en esa casa yo no había visto ni una sola silla—, me miró de arriba a abajo como quien analiza un caballo antes de comprarlo y empezó a hablarme como si yo la entendiera.

Mi cara de desconcertada no parecía hacerle entender que hablarme era como hablar con una pared ya que siguió hablando y hablando durante no sabría decirte cuánto tiempo. No tenía ni idea de lo que me decía, pero por su actitud estricta y por cómo gesticulaba intentando que imitara alguno de sus gestos, llegué a entender que era una especie de institutriz encargada de enseñarme las costumbres de aquella tierra tan lejana. La verdad es que seguía sin comprender por qué debían instruir a una esclava. Cada vez la cosa era más y más rara.

Finalmente, la mujer se dio cuenta de que no estaba entendiendo ni una palabra de lo que me decía, así que hizo llamar a una chica, con ropas más humildes, que empezó a hacer cosas como sentarse y levantarse varias veces o coger una taza sin mancharse la ropa conforme la señora hablaba y entonces me di cuenta de que debía imitarla. Me enseñaron cómo estar sentada en el suelo, a levantarme sin caerme, a comer de todo con esos palitos tan simpáticos y a caminar con aquel ceñido y pesado vestido manteniendo la poca dignidad que me quedaba. Parecía que constantemente estaba aprendiendo los pasos de una cuidada coreografía que se danzaba constantemente en aquella casa.

Tenía que sufrir los tirones incesantes en el pelo de unas criadas que nunca habían tratado con unos tirabuzones y hacían todo lo posible para domarlos y moldearlos en llamativos peinados a rebosar de peinetas y flores que desbalanceaban mi equilibrio al caminar.

¡Y yo pensaba que la instrucción de Mihael había sido dura! Por lo menos a él lo entendía cuando me hablaba. Aunque por suerte acabó llegando el momento en el que las órdenes más básicas empezaron a anidar en mi mente. No me podía comunicar, pero podía llegar a entender lo que me pedía la señora sin necesidad de la chica a la que debía imitar.

Básicamente yo era un mueble más dentro de la casa, que debía estar siempre presentable y perfecta. No era la situación más agradable, pero era mejor que ser explotada y vejada constantemente en aquel barco.

Vivir en esa casa era una situación muy extraña y estresante ya que, pensaba que me habían comprado como a una esclava y viendo cómo me estaban tratando eso no hacía más que alimentar la sospechas de que algo más estaba pasando pero yo no era capaz de comprenderlo. Y me daba mucha rabia pensar que constantemente los miembros de la casa estaban hablando de ese propósito oculto justo delante de mis narices aprovechando que no entendía prácticamente nada de lo que decían. "Levántate, izquierda, derecha, así no" no eran precisamente las palabras que salían de las bocas del resto de personas de la casa en una conversación que yo pudiera entender

Era realmente frustrante moverme de un lado al otro, intentando no tropezar o caminando por el jardín de la casa con unas zapatillas de madera que me resultaron muy incómodas al principio. Pero poco a poco, me acabé acostumbrando y las heridas en los pies, las agujetas y las piernas dormidas ya eran historia. ¡Ah y también empecé a hablar un poco aquel idioma que hablaban a mi alrededor! Pero no entendía ni una de las palabras que salían de mi boca, sino que yo era como un loro que acababa de aprender algunas frases que tenía que repetir cuando alguien más decía una combinación de palabras concreta, sin tener ni idea de lo que estaba diciendo. Al parecer, les resultaba gracioso que pudiera decir palabras que ellos comprendían. Lo que te digo, para ellos solo era un loro.




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