Vientos de Oriente

Capítulo 7

Pasaron varias semanas cuando de repente se empezó a notar mucho ajetreo dentro de la casa. El señor que parecía una rata no dejaba de entrar y salir del recinto, habiendo incluso días en los que ni siquiera se le veía por casa. Todo el mundo parecía extremadamente ansioso, incluso temerosos si me permites decir, por lo que fuera que estaba pasando.

Una noche —llevaba varios años con los horarios totalmente desajustados—, las criadas de la casa me despertaron y me arrastraron al baño donde empezaron a prepararme y a vestirme con más adornos de los que nunca antes había llevado en mi vida. Si hasta me habían puesto cascabeles en el pelo que resonaban como una manada de gatos a cada paso que daba. Tenía que andar con mucho cuidado con esos zapatitos de madera para que el tintineo fuera agradable y no un sonido molesto.

El señor de la casa, que esa noche sudaba más que nunca, daba órdenes por todos lados cuando en la puerta de la vivienda aparecieron un par de palanquines muchísimo más ostentosos que los que me habían traído hasta allí. Me volvieron a poner el collar y fui arrastrada hasta esa caja de madera mientras el señor rata, su mujer y la institutriz montaban en otro. En la casa nos despidieron el servicio junto a la hija del matrimonio que se despedía de su padre con ojos llorosos. No había coincidido mucho con la hija de la casa, pero siempre la veía muy triste y el ambiente a su alrededor siempre era muy tenso.

Procesionamos por la ciudad a un paso más ligero que con el que me llevaron a la casa y noté como empezábamos a subir una empinada cuesta mientras el barullo de la ciudad se empezaba a disipar.

Los palanquines se detuvieron cuando la pendiente terminó y todos descendimos. Habíamos entrado en una casa mucho más grande que la del señor rata. Estaba claro que quien fuera que vivía allí tenía mucho más poder, estábamos visitando a alguien importante. Con unos amplios jardines y varios pabellones unidos con pasillos, aquello parecía una pequeña villa amurallada. Justo en la entrada en la que estábamos esperando nos recibió un chico del servicio y nos hizo pasar y recorrer una amplia galería hasta una salita en la que nos hicieron esperar. El señor y su mujer fueron los primeros en marcharse mientras la institutriz que se había quedado conmigo se dedicó todo el rato a mover los accesorios, alisando las capas de mi ropa e intentando que todo fuera totalmente perfecto.

De repente, las puertas se abrieron y apareció una chica con vestimenta humilde que empezó a hablar con la institutriz. La anciana me quitó el collar y me dijo que siguiera a la muchacha. Asentí y la seguí por los pasillos hasta que la chica se detuvo frente a una puerta de papel, como todas las de aquel país, y me dijo —esta vez sí lo entendí— que esperara en aquel pasillo.

La chica entró en la habitación y yo me quedé escuchando las voces que sonaban desde el otro lado del papel. Aquellas puertas no eran las mayores protectoras de la privacidad, pero como tampoco entendía nada, venía a ser suficiente.

Yo esperé sentada en el suelo, completamente nerviosa y temblando como una gelatina por la incertidumbre. Entonces, escuché un sonido que provenía de los jardines que me asustó. Me giré y de una de las plantas saltó un gatito atigrado y cabezón que me maulló desde lejos. Sin pensarlo mucho, empecé a hacerle señas y, aunque al principio no se fiaba mucho de mí, la curiosidad le llevó a acortar la distancia que nos separaba. Saltó sobre mi regazo y empezó a ronronear mientras yo le hacía caricias en la cabeza. El gatito giró sobre sí mismo para que mis caricias se centraran en su barriguita. ¡Era el gatito más adorable que había visto nunca!

—¡Pero qué cosa más bonita! ¿Esta es tu casa o te has perdido? —le pregunté sabiendo que no obtendría respuesta. Ya era bastante sobrenatural como para encima saber hablar con los animales.

Era un gatito tan bueno y cariñoso que me habría pasado la eternidad jugando con él. Estaba tan ensimismada con mi nuevo compañero de juegos que no me di cuenta de que las puertas se habían corrido para dejar que todos los que estaban en aquella habitación se quedaran con la mirada fija en aquel pasillo en el que estaba sentada.

La habitación que escondían aquellas puertas era muy espaciosa y carente prácticamente de mobiliario, lo que la hacía parecer mucho más inmensa. Dos filas de hombres sentados en cojines en el suelo flanqueaban ambas paredes laterales de la habitación mientras que, en la pared opuesta a la puerta que se acababa de abrir, había un hombre —bastante atractivo, si te interesa saberlo— sentado sobre una especie de podio pequeñito. Aquel hombre tenía el pelo largo y un traje de colores mucho más claros que el resto de los presentes en la habitación. Al verlo parecía estar viendo cómo salía el sol entre un mar de nubes oscuras.

Se hizo un silencio sepulcral mientras todos aquellos hombres me miraban perplejos, casi sin pestañear, algunos con la boca abierta... mientras yo, mirando al frente, seguía jugando con el gatito al que parecía darle igual lo que estaba pasando.

—Kumagoro. —El hombre sobre el escenario habló con una voz autoritaria pero dulce y el gatito saltó de mi regazo.

Con paso seguro, el animalito atravesó la sala mientras los hombres de los lados lo seguían con la mirada, esperando las acciones del felino. El gato saltó entonces al regazo del hombre de enfrente y empezó a restregarse demandando caricias. El silencio permaneció imperturbable hasta que aquel hombre me dijo que me acercara.

Más o menos a la mitad de la sala, me volví a sentar e hice una profunda reverencia que llevaba mi frente al suelo. Entonces repetí una de las frases que me habían enseñado como el lorito que era. Dada la situación, supuse que era alguna forma de presentarme ante aquellas personas.

El hombre esbozó un atisbo de sonrisa y llamó al señor rata, que estaba junto a su mujer justo de pie a un lado de la puerta, a acercarse a mi lado. Los dos empezaron a hablar, uno muy tranquilo y el otro tan nervioso que, a pesar de su avanzada edad, se le escapaban algunos gallos.




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