No volví a la casa del señor que parecía una rata, sino que me quedé en aquella habitación donde, igual que en la que había estado antes en la otra casa, me cuidaron con mucho mimo unas criadas que seguía sin entender. Pero, a pesar del paso de los días, seguía en aquella casa sin hacer absolutamente nada y sin saber cuál era mi propósito tras esas murallas.
Nada parecía cambiar hasta que un día, entró en la habitación el señor del gato junto a una mujer que le daba la mano de una niña monísima. Los dos empezaron a hablar justo delante de mí y sabía perfectamente que estaban hablando de mí porque a veces se giraban a mirar mi cara totalmente desconcertada. Por otra parte, la niña no despegaba su vista de mí, algo muy incómodo la verdad. Ambos siguieron hablando un buen rato hasta que el hombre se marchó y me dejó sola con las otras dos.
La mujer se agachó para quedar a mi altura, que estaba sentada. En ese momento, me di cuenta de que aquella mujer tenía los ojos completamente nublados. Estaba claro que no veía absolutamente nada, así que supuse que la niña debía ser su lazarillo.
—Sayaka —dijo señalándose a sí misma.
La niña siguió su ejemplo y también se señaló:
—Keiko —dijo.
Siguiendo el ejemplo de las dos, yo repetí el mismo gesto.
—Daphne.
Vi como ambas sonrieron a mi respuesta. Había entendido lo que me querían decir y, por primera vez desde que había llegado a aquel país, me veía rodeada de gente que, al menos, intentaba comprenderme, comunicarse conmigo y tenía interés en que las comprendiera. Las dos se marcharon haciendo una reverencia y yo copié ese gesto tan común en el país.
Al día siguiente, las dos volvieron a la habitación en la que yo seguía recluida y, aprovechando que el día estaba nublado, me sacaron a caminar. Por primera vez pude ver el exterior. Del pabellón en el que estaba, salimos del recinto y atravesamos una muralla tras la que estaba lo que supuse que era la casa principal. Estaba constituída por varios pabellones unidos por largos pasillos, todo dentro de un hermoso jardín tan bien decorado. Parecía que me había adentrado en un paraíso amurallado. Caminé junto a la mujer mientras la niña seguía guiando sus pasos. Aunque había veces en las que Keiko me parecía innecesaria ya que daba la sensación que Sayaka conocía los terrenos de memoria.
Mientras recorríamos los jardines, Keiko empezó a señalarme cosas y a decir palabras que para mis oídos no eran más que sonidos encadenados aleatoriamente. La tercera vez que dijo la misma palabra, noté que no dejaban de mirarme. Me di cuenta de que su intención era que la repitiera y en cuanto imité los sonidos que había pronunciado la pequeña, esta esbozó una enorme sonrisa enmarcada por sus sonrosadas mejillas mientras Sayaka asentía levemente y sonrió un poco.
Estuvimos así varios días, o varias noches según el tiempo que hacía, mientras yo empezaba a aprender palabras sueltas. Me seguía sin poder expresar, pero parecía que se acercaba el día en el que pudiera tener una conversación normal con esas dos chicas que se habían molestado en enseñarme a hablar como ellas.
Un día, mientras caminábamos por el jardín, cuando ya empezaba a hacerme entender de forma muy rudimentaria, vi entre las múltiples plantas que decoraban los exteriores de la casa una arbusto con flores que me recordaba mucho a las adelfas por las que me había puesto el nombre falso que estaba usando.
—Daphne, Daphne —dije mientras señalaba a las flores y luego me señalaba a mí.
Parecerá una tontería, pero quería que supieran de dónde venía el nombre.
—Mizuka —me dijo Keiko a la vez que le explicaba a Sayaka lo que estaba ocurriendo.
Al fin sabía cómo llamaban a esa flor en aquel país. No sonaba nada mal. Me gustaba.
A los pocos días, apareció junto a ellas otra niña, de la misma edad que Keiko y que vestía el mismo traje blanco y rojo que la otra niña.
—Soy Kino. —Por fin empezaban a aparecer frases que lograba entender.
—Yo soy Daphne, un placer conocerte. —Y ya era capaz de contestarle.
Poco a poco, me empecé a enterar de dónde estaba y un poco de todo lo que estaba pasando a mi alrededor. Recordaba los mapas con los que aprendí geografía con Mihael y me acordaba lo que entonces se representan como un puñado de islas desperdigadas cerca de lo que hoy es China. Me sorprendí de todo lo que había viajado y lo lejos que estaba de todo el mundo que conocía. Darme cuenta de esa realidad me hizo sentir mucha soledad, porque sabía que no quedaban esperanzas de que alguien me encontrara. Así que mi vida se había reducido a los muros de aquella casa imperial. Pero no podía quedarme lamentando eternamente todo lo que ya había pasado. Tenía que acostumbrarme a mi realidad y disfrutar de aquella nueva vida que se me planteaba. Tampoco estaba tan mal para lo que se suponía que debía ser la vida de una esclava. Respetaban mis horarios, ya sabían que no necesitaba apenas comida, me podía bañar en un baño enorme que ojalá pudiera tenerlo ahora en casa y podía llevar una ropa hermosa que aunque reducía mucho mis movimientos me costó un poco acostumbrarme a ella. Mira que al principio solo me daban la misma ropa que parecía llevar la gente ordinaria y, aun así, me pareció una cosa extraordinaria.
Pero no todo eran días alegres en los que poco a poco me notaba más cómoda hablando ese nuevo idioma y me dedicaba a vivir la buena vida.
Un día, empecé a escuchar tambores y toda clase de instrumentos que me despertaron. Una de las criadas apareció a toda velocidad y me dijo que debía cambiarme. Ella misma me ayudó a envolver mi cuerpo en metros y metros de pesadas telas y varias capas de ropa de colores más apagados antes de envolverme con otras capas en colores más vivos. Antes de salir, me puso un sombrero ancho de paja del que caían unas telas que cubrían todo mi cuerpo. Según parecía, las señoras nobles los usaban para que no les diera el sol y no se les bronceara la piel, cosa que me venía muy bien. Salimos de la habitación y nos encaminamos rodeando un precioso jardín hasta la entrada del templo que había adyacente a la casa donde ya esperaba una gran cantidad de gente, tanto habitantes de la casa, como otros nobles que nunca había visto antes e incluso gente del pueblo que se arremolinaba cerca de las puertas para ver los mejor posible.