Tras el sacrificio, la moral de la casa parecía haber cambiado drásticamente. Todos se mostraban más seguros de que las cosas irían bien desde aquel momento e irradiaban felicidad allá por donde fueran. Sayaka y las niñas seguían enseñándome a hablar cuando podían aquel idioma que nada tenía que ver con todo lo que había aprendido hasta ese momento. Como agradecimiento, me ofrecí a ayudarlas en algunas tareas de mantenimiento del templo en el que vivíamos. Era lo menos que podía hacer y, después de estar meses limpiando aquel barco roñoso, cualquier tarea de limpieza, por dura que fuera, me parecía coser y cantar. Como te imaginarás, yo limpiaba por las noches para que de día las chicas y todos los que vivían en el templo se pudieran dedicar más tranquilamente a sus deberes religiosos.
Una mañana, cuando volvía a mi habitación después de limpiar, vi que por una de las puertas de la habitación en la que yo descansaba, entraba el señor del gato —que me habían dicho, se llamaba Kirishima Ryūō, el señor de la casa Kirishima— con su gato.
Extrañada, pero sin saber dónde más ir, yo también entré a la habitación. Aquel hombre que me pareció tan aterrador la primera vez que lo vi, estaba sentado en una esquina de la habitación, acariciando al gato y hablando con él. Se sorprendió al verme tanto como yo cuando me lo encontré acurrucado en aquella esquina. Los dos nos quedamos mirándonos en silencio, mientras yo me iba a otra esquina de la habitación. Me senté y no dije nada.
Al ver que no iba a moverme y que tampoco iba a molestarlo, volvió a conversar con su gato. Él hablaba y hablaba, pero yo no era capaz de entender ni una palabra porque no hablaba despacio como hacían las miko conmigo. Era incapaz de entenderlo, me aburría y tenía sueño. Pasó el tiempo hasta que el hombre se levantó y se marchó sin decir nada. Pero el gato no se fue y se quedó en la habitación, mirándome.
—Kumagoro, ven —le dijo con voz severa, pero el animal no le hizo caso y caminó hasta la esquina donde yo estaba sentada.
Ryūō suspiró y se marchó dejando la puerta entreabierta para cuando el animalito quisiera salir.
Pasaron algunos días y volvió a ocurrir lo mismo. Me parecía una falta de educación irme a dormir con el señor de la casa delante —aunque también me parecía maleducado que entrara en una habitación que no era la suya por mucho que ese templo fuera de su familia—, así que tenía que permanecer despierta hasta que decidiera marcharse. Aquel día no dijo ni una palabra, solo acariciaba al gatitio y, cuando se marchó, Goro se fue con él.
Pasaron los meses y aquel parecía haberse vuelto un extraño ritual en el que el señor Ryūō entraba a la habitación para ponerse a acariciar y hablar con Goro mientras yo hacía lo mismo que un jarrón en una esquina. Aunque al principio no lo entendiera, era capaz de percibir que se escondía para desquitarse y tranquilizarse un poco. Igual que yo hacía de pequeña en el bosque.
No parecía fácil llevar una casa tan grande, o esa era la impresión que me daba al verlo así.
Con el paso de los días, comencé a entender cada vez frases más completas y parecía que la situación de aquel hombre era bastante complicada. Al parecer, dentro de la corte y de su propia familia había algunos señores que no dejaban de exigirle todo tipo de cosas y él intentaba contentar a todo el mundo. Grave error.
—Esos idiotas no quieren acatar la voluntad de los espíritus, Goro —le decía al gato—. Solo les interesa que todo salga como ellos quieren, que todo les salga bien y respaldar sus decisiones egoístas con la bendición de los espíritus. ¡Las cosas no funcionan así! Pero no lo entienden...
Se le veía sobrepasado. Seguía sorprendiéndome lo que cambiaba aquel hombre en privado. Parecía tan seguro de lo que hacía de cara a los demás cuando me cruzaba con él mientras que allí, en lo que consideraba un lugar seguro se permitía ser un poco más humano, más vulnerable. Usaba ese lugar para recomponerse y volver a enfrentarse al complicado mundo en el que vivía.
—Debería hacer lo que crea mejor. Es usted el que manda —hablé en voz alta sin darme cuenta.
Me tapé la boca en cuanto la última palabra salió de mi boca. No quería opinar en una situación así, no era mi papel en aquella casa. En aquellos momentos me encontraba en una posición tan comprometida que creía que cualquier error supondría el fin.
Él se me quedó mirando, igual de sorprendido que yo. No sé si por haber dado mi opinión o por haber podido decir unas palabras comprensibles para él.
Desde entonces, mi relación con Ryūō cambió por completo.