Vientos de Oriente

Capítulo 11

Total, que mi vida en aquella casa parecía no dejarme descansar. No me quejo, adoro estar ocupada, pero había días que simplemente eran agotadores. Sobre todo, los días en los que Ryūō tenía alguna reunión que significaban una tarde, incluso noche de quejas, desahogo y necesidad de apoyo. Dormía por las mañanas, si Goro no venía a jugar, o dormía con él —era un gato al fin y al cabo— y por las tardes venía un desanimado Ryūō, harto de aparentar tanto en la sociedad y se desahogaba, me pedía consejo y solicitaba que le contara sobre mi vida y que así pudiera evadirse. Me sentía Sherezade narrando una historia diferente día sí y día también. Se acababa recostando en mi regazo para que le narrara mis historias mientras le hacía cosquillas. A veces era simplemente una especie de niño con demasiadas responsabilidades...

Y, cuando al fin se había desahogado y se iba a dormir, me encaminaba hasta el templo para ayudar un poco en lo que pudiera. Incluso los días que se podía, me quedaba por las mañanas para hacer algunas cosas más. Que en otoño el patio se llenaba de hojas y ayudaba a barrer con los aprendices para despejarlo lo antes posible. Aquellas frías y aburridas mañanas de otoño en las que hacía poco más que barrer, nos poníamos a cantar canciones tradicionales para hacer más amena la jornada. Y yo que necesito poca excusa para cantar, aquellas mañanas me hacían muy feliz.

Lo que no me esperaba eran las consecuencias que iban a tener en mi vida esas canciones que simplemente cantábamos para disipar el aburrimiento de la monotonía. Unas semanas más tarde, Ryūō volvió a visitar mi habitación. No dijo nada, simplemente se tumbó a mi lado.

—¿Está bien? —pregunté preocupada, normalmente siempre venía despotricando sobre todo lo que tenía que soportar.

—Me duele la cabeza —dijo cerrando los ojos.

Me encogí de hombros y empecé a masajearle la cabeza. Estaba aburrida. Habían pasado varias horas y no había pasado absolutamente nada. Se me dormían las piernas mientras él seguía ahí tumbado sin decir nada. Pensando que Ryūō se había dormido, empecé a canturrear una de las canciones que cantaba en el templo para matar el tiempo. Cuando empezó a anochecer, Ryūō se levantó.

—¿Dónde has aprendido esa canción? —me preguntó antes de irse.

—La he aprendido en el templo.

Él asintió:

—Tienes una voz bonita —dijo antes de marcharse.

No volví a ver a Ryūō en varias semanas, pero lo que sí vi fue a un montón de obreros llevando de aquí para allá cientos de tablones de madera rojiza hasta el jardín de la casa.

—¿Qué están haciendo? —le pregunté a Keiko.

—No lo sé, pero parece que el señor está construyendo algo al lado del lago.

Y Keiko tenía razón, con el paso de los días, empezó a emerger un hermoso pabellón rojizo, sin ventanas, junto al lago que tenía el jardín de la casa.

Imagina mi sorpresa cuando una noche empecé a ver a unas cuantas criadas llevándose las pocas cosas que tenía en mi habitación mientras yo no podía hacer nada. Por un momento se me heló la sangre, ¿me estaba echando? ¿Qué había hecho mal? En mi búsqueda de respuestas, me crucé con Ryūō que iba camino a mi habitación.

—¿Ya se están llevando las cosas? —preguntó en un tono neutro.

Yo asentí entre lágrimas sin entender nada.

—Bien, ya podemos irnos.

—¿A dónde?

—Al pabellón que te he construido —sonrió.

—¿El pabellón? —pregunté aun sollozando.

—Seguro que estarás más cómoda que donde estás ahora.

Solté un suspiro de alivio, no me iban a echar, menos mal. Y seguí a Ryūō por el jardín hasta aquel hermoso pabellón.

Cuando entramos, todo estaba preparado para que me acomodara: el escaso, pero perfectamente colocado mobiliario me daba la bienvenida a una sola estancia carente de ventanas a excepción de unas pequeñas aberturas con celosía en la parte más alta de las paredes. A simple vista ya me parecía lo que se acabó convirtiendo para mí aquel pabellón, una jaula.

Aun así, me sentía muy agradecida. Aquel pabellón estaba hecho para que pudiera vivir sin miedo a que el sol atravesara las finas puertas de papel de la habitación en la que estaba antes. La única desventaja era que tenía el templo más lejos. Ryūō lo había colocado de forma que no estuviera demasiado distinta, así podía mantener mi rutina a pesar de tener que alargar mi paseo. A su manera, Ryūō se estaba preocupando por cubrir todas mis necesidades. A fin de cuentas, quería proteger a su consejera a la que consideraba su amuleto de la suerte.

Aquella noche, nos quedamos los dos tomando té y yo no dejaba de agradecerle las molestias por haber construido todo un edificio solo para mí. Y desde entonces, nuestras reuniones se volvieron más amenas porque ya no tenía que entrar a molestar la tranquilidad del templo. Y podía cantar con más tranquilidad para velar por los sueños del señor de la casa.

Lo curioso de aquel edificio era que su ubicación, en mitad de una pequeña islita en el lago de la casa, con forma de jaula y del que salía mi voz por la celosía me acabó valiendo el sobrenombre del petirrojo de la corte.




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