Vientos de Oriente

Capítulo 12

Desde ese momento, mi vida en aquella casa se estabilizó. Ayudaba en el templo todo lo que podía y Sayaka y las niñas me seguían enseñando a hablar para que cada día me hiciera entender un poco mejor y luego, por las mañanas o por las tardes, me quedaba hablando con Ryūō o le cantaba algo para que se alejara un poco de todas las cargas de su trabajo.

Con el tiempo, como ya te había adelantado, me gané el sobrenombre de petirrojo de la corte entre los cortesanos que salían por las mañanas a contemplar los jardines y se quedaban escuchando las misteriosas canciones que salían del pabellón junto al lago. Todo empezó por casualidad una tarde cualquiera en la que unas señoras que habían salido al lago a escribir poemas empezaron a escuchar la melodía que salía del pabellón y les gustó. Fue cuestión de tiempo que esas personas acomodadas y con mucho tiempo libre empezaran a frecuentar el lago esperando escuchar la música proveniente de aquella jaula de lujo.

Todo parecía muy tranquilo y estable, hasta que Ryūō se marchó a un viaje sin decirme absolutamente nada.

—El señor Ryūō tiene que ir a la capital para hacer una predicción. Tiene que ser algo muy importante para que lo hayan convocado a la mismísima capital —me contó aquella noche cuando fui al templo Keiko.

—Pensaba que las cosas importantes las hacíais vosotras.

—Para nada. —Sonrió—. El que hace las adivinaciones para la gente importante es el señor, nosotras nos ocupamos solo de los asuntos locales. Pero el señor es famoso en todas partes y lo llaman desde regiones muy lejanas. Es el mejor que existe.

Aún había tantas cosas que no entendía de aquella región, pero poco a poco me fueron enseñando cada vez más. Eso sí, desde que Ryūō se marchó, las mañanas se volvieron un poco más tranquilas y podía dormir las horas que yo quisiera. Tenía que disfrutar del tiempo sola. Pero toda mi tranquilidad desapareció de repente un día en el que una mujer muy guapa que no conocía, pero me sonaba haberla visto por la casa, entró violentamente en el pabellón. Parecía muy enfadada y no sabía por qué.

—Al fin te encuentro sola —vociferó.

—¿Perdón? —No estaba entendiendo nada de lo que pasaba.

La mujer, visiblemente airada, se precipitó sobre mí al verme con la guardia baja. Por suerte, pude ver un hueco por el que escaparme y logré ser yo la que la inmovilizara. Tras el susto inicial, me sentí más calmada al ver que podía con ella sin problemas. Las personas de la corte no estaban acostumbradas al confortamiento físico, eso pasa en todo el mundo.

—¡Maldita, suéltame! —bramó.

—¿Que la suelte? No me venga con exigencias cuando es usted la que ha entrado en mi habitación y me ha atacado de esta manera. Debería ser yo la que le exija cosas, señora Megumi.

Al tenerla tan cerca por fin pude reconocerla, claro que me sonaba de haberla visto era Kirishima Megumi, la esposa del señor Ryūō. Recordaba haberla visto por la casa, cruzármela por algún pasillo, en alguna que otra ceremonia siempre como una mujer muy elegante, pero con la que nunca había tenido la oportunidad de hablar. Lo que nunca me imaginé fue que nuestra primera conversación se diera de forma tan abrupta.

—¡Qué derecho tienes para hablar así con la señora de la casa! ¡Vives aquí con todos los lujos en este pabellón que ha hecho mi marido para su amante...!

—¿Amante?

—¡Por supuesto! ¡Lo sabe todo el mundo! Y ese desgraciado ni siquiera lo oculta. ¡Mira el pabellón que te ha construido! ¿Acaso pensáis que soy tonta!

—Yo no soy la amante de su marido, señora. —¡Si podría ser perfectamente su madre o su abuela!

—¡No me mientas!

—No lo hago. —Solté su agarre y me senté frente a una mesita baja que decoraba la habitación—. Por favor, siéntese y hablemos como las personas civilizadas que somos.

Sin muchas ganas, la mujer se sentó y esperamos en un incómodo silencio hasta que una de las criadas nos trajera un poco de té. No es que me guste el té ni nada, pero una conversación con unas bebidas delante siempre es más amena.

—Siento que se haya causado este malentendido señora —le dije bajando la cabeza—. Pero le puedo asegurar que no tengo ese tipo de relación con su marido.

Ella se quedó en silencio, bebiendo de su taza y esperando que prosiguiera.

—Yo solo me limito a aconsejarlo cuando su mente se siente atormentada. Me considera una especie de amuleto de la suerte. Nada más que eso, se lo puedo asegurar. La utilidad de mis consejos son los que han conseguido lo que usted considera un trato de favor. Le aseguro que mi relación con su marido no va más allá.

La sinceridad con la que le hablé a la señora Megumi parecieron convencerla por completo. Y la veía totalmente avergonzada por cómo había aparecido en mi habitación.

—Pero —proseguí al ver su preocupación—, si le molesta ese tema, entiendo que tendrá sus motivos.

¿Qué mejor forma de sobrevivir que ganándome los favores no solo del señor de la casa, sino también de su mujer? Si necesitaba desahogarse, si necesitaba ayuda, yo estaba dispuesta a estar para ella igual que lo estaba para su marido.

—No sé si debería contarte esto a ti.

—Yo solo soy un mero petirrojo, señora. —Había llegado a asimilar aquel apodo con el paso del tiempo—. No podría contárselo a nadie ni aunque quisiera.

—Verás —suspiró con pesadez—, mi marido siempre ha sido un hombre un poco distante —Asentí—. Ya llevamos muchos años casados y no encuentro forma de acercarme más a él. Y la gente empieza a hablar...

—¿Cuál es su rutina diaria?

—Me levanto por la mañana —empezó a enumerar—, practico caligrafía y escribo mis poemas, doy un paseo con las damas de la corte... Esas cosas.

—Y no ve a su marido en todo el día —apunté y ella asintió con pena—. Quizás podrían hablar y buscar algo de tiempo para los dos. Si no, no son más que completos desconocidos que viven en la misma casa. Busque usted un hueco y yo hablaré con su marido. Seguro que confía en los consejos en su amuleto de la suerte. —Le guiñé el ojo y le sonreí con calidez para que estuviera más tranquila.




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