Vientos de Oriente

Capítulo 16

Los meses pasaban y ese año que se presentaba tan maravilloso se había convertido en un año de sequía. Había llovido poco, incluso la época de las lluvias había pasado sin que casi viéramos una sola gota. Las cosas no iban bien y el pueblo se estaba poniendo muy nervioso: los nobles y mercaderes no dejaban de venir a pedir bendiciones al templo, o a pedir predicciones a Ryūō que se vio obligado a realizar varios sacrificios y ofrendas con éxitos moderados.

Tanto la casa como el templo eran un no parar: todo eran reuniones, visitas, colas de gente con múltiples peticiones... Un goteo constante de personas que nos hacía estar ocupados a todas horas y no teníamos un segundo de descanso. Todos estábamos tremendamente agotados.

—No sé qué más hacer... —dijo Ryūō una tarde, destrozado, tumbado en mi regazo, totalmente impotente—. Se creen que puedo hacer que llueva mágicamente. Ya me gustaría a mí, pero las cosas no funcionan así.

—Sé que por mucho que se lo explique, nunca lo van a entender. Es más fácil esperar que pase lo que uno quiere. Usted haga todo lo que pueda para mantenerlos contentos hasta que al fin llueva. No puede hacer nada más.

—Siempre sabes que decir y nunca endulzas la realidad.

—Endulzar la realidad no ayuda a mejorarla y sé que usted no es tan ignorante como la gente que le hace la vida imposible. Además, si mis palabras le reconfortan, para mí es más que suficiente. Tengo que pagar con algo la estancia en esta casa.

—Tampoco es que tengas otra opción —soltó una risita.

Le di un golpecito en la frente.

—Es bueno que no haya perdido el sentido del humor —sonreí.

—Pero sigo sin saber qué hacer para que se calmen.

—Tranquilícelos usted. Puede que sean una panda de ignorantes egoístas pero esas personas o le admiran o le temen y está claro que no son capaces de llevarle la contraria. Si les dice algo que no les guste porque la vida no es siempre al gusto de todos, convénzalos de que es la opción correcta, no lo mejor para el pueblo, sino para sus bolsillos.

—Es tan fácil hablar de estas cosas contigo y tan difícil hacerlo con ellos.

—Estoy segura de que será capaz de encontrar una solución.

Y, como si hubieran activado un resorte debajo de él, pegó un brinco para enderezarse y se me quedó mirando fijamente.

—¿Y si vienes conmigo?

—¿Qué voy a hacer yo en las reuniones? —pregunté sorprendida por semejante proposición.

—No tienes que hacer nada. Pero si estás ahí, me sentiré más tranquilo.

—Ya sabe que no puedo salir, señor...

—Pero si cubrimos tu piel y te trasladamos en palanquín, no debería pasar nada. —No estaba dispuesto a darse por vencido.

Pero a pesar de su insistencia, yo seguía sin estar muy convencida. Aun así, Ryūō parecía muy convencido de lo espectacular que era su idea, así que, a los pocos días, apareció con uno de esos sombreros que me cubrían por completo.

—Con esto te protegerás del sol. Megumi me ha prestado uno de los suyos, cuando le dije que era para ti, me lo dio enseguida.

A las mujeres nobles de aquel país tampoco les gustaba que les diera el sol, pero habían dado con una solución bastante práctica con ese sombrero. Ya no me podía escaquear de las reuniones. Por lo que, en cuanto se concertó la siguiente reunión para tratar el problema de la sequía, Ryūō organizó todos los preparativos para trasladarme a la casa principal.

Se intentó hacer el traslado de la forma más discreta posible, pero no fue nada fácil ya que las señoras de la corte, gracias a su gusto natural por el cotilleo, se enteraron rápidamente de que el petirrojo, al que nunca habían podido ver, iba a salir de su jaula. Al ver la expectación que se había creado, decidí no quitarme el sombrero ni siquiera en la reunión. Nunca he sido de llevar la cabeza cubierta en interiores, por educación, pero en aquel momento me pareció que tenía cierta gracia mantener el misterio.

El traslado por el jardín parecía un desfile, con la gente cotilleando a ver lo que podían vislumbrar del interior del palanquín. Aún recuerdo los suspiros de decepción cuando salí con la cara cubierta para trasladarme a la sala en la que se celebraría la reunión. Me seguía sin parecer una buena idea, sobre todo después del alboroto que se había montado, pero era lo que Ryūō quería, y esperaba que al menos mi presencia calmara sus nervios.

En cuanto las puertas correderas se abrieron, suspiré aliviada. Al parecer los participantes a la reunión aún no habían llegado y solo estaba Ryūō esperándome.

—¡Por fin has llegado! —Me recibió con una sonrisa—. Puedes sentarte ahí.

Me señaló una esquina de la habitación, detrás de donde estaba debía sentarse él, había colocado un pequeño cojín. Yo asentí y me dirigí a la esquina para sentarme y esperé a que la sala se empezara a llenar de hombres con cara de pocas ganas de negociar. Antes de que se empezara a hablar, solo se escuchaban murmullos, gruñidos y suspiros cansados. Pude notar como varios de ellos me miraron extrañados y empezaron a cuchichear entre ellos. Aun así, parecía que la reunión se iba a realizar sin ningún contratiempo.

Las cosas estaban muy tensas, pero notaba como Ryūō hacía todo lo posible para que se mantuviera la calma y que los miembros de la reunión entendiesen la situación y dejaran de exigir cosas imposibles.

De vez en cuando, notaba como el señor me miraba, respiraba hondo y volvía a hablar.

Me quedé allí durante horas, notando como las piernas se me entumecían mientras aquel grupo de hombres no dejaban de discutir sin que pareciera que fueran a ponerse nunca de acuerdo. Me aburría, me aburría muchísimo, pero las reuniones no dejaron de sucederse durante semanas y yo realmente no veía que las cosas fueran a llegar a buen puerto: cada uno miraba por sus intereses y no tenía intención de escuchar a los demás. Mientras yo no dejaba de sentirme cada vez más como una mascota.

Había intentado no pensarlo durante esos primeros tres años, pero verme en aquella situación, hacía que fuera inevitable pensarlo: para los señores de la casa no era más que una mascota. Un ser diferente a ellos al que podían acudir para desahogarse, para hacerles compañía y para que se entretuvieran jugando. Eso es en lo que me había convertido, en una mascota.




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