En cuanto di el visto bueno al plan de Ryūō, las preparaciones empezaron con todo el secreto posible para no excitar a aquellos que estaban en mi contra. Lo primero fue conocer al que iba a ser el responsable de mi seguridad durante el largo viaje de vuelta a Europa.
Una noche, Ryūō convocó al tal Taro en el pabellón para poder hablar con él. Era un muchacho joven, más de lo que me había imaginado, pero muy amable y responsable, con un brillo en su mirada oscura llena de determinación.
—Así que usted es la señorita que tengo que custodiar, ¿no?
—Así es.
—Muchas gracias por aceptar el trabajo, Taro —dijo Ryūō—. Confió en la recomendación de tu hermano y espero que todo salga como lo hemos planeado.
—Confíe en mí, señor. Todo saldrá bien, tenemos tiempo de sobra para planearlo— afirmó mientras sacaba un gran mapa, supongo que era del mundo, pero no se parecía mucho a los que yo había estudiado. Eran otros tiempos y la cartografía aún estaba mejorando.
Aquella noche, Taro nos estuvo explicando el recorrido que iba a hacer, las paradas que haría la comitiva y hasta dónde iba a llegar la caravana. Él me llevaría hasta Constantinopla, y allí me esperaría alguien que me acompañaría hasta el condado Blaire. Una vez de vuelta en casa, estaría sola para decidir el rumbo que tomaría mi vida.
—Necesitaremos protección y transportes totalmente sellados —le dije a Taro.
—Mi hermano ya me habló de su enfermedad, señorita. No tiene de qué preocuparse. En el barco que nos llevará al Reino Medio, tendrá un camarote interior, con todas las comodidades, pero sin ventanas. Cuando lleguemos a tierra, viajará en un palanquín dentro de una carreta.
—Vaya, ya lo tienes todo planeado —le dije, mirando también a Ryūō. Aquel chico parecía una buena elección.
—¿Estás segura de que estrás bien? —preguntó Ryūō.
—Ya es tarde para preguntar eso, estoy lista. Es lo mejor para todos.
—Pero le advierto una cosa, señorita —intervino Taro—. El viaje es muy largo, y dado que no puede y tampoco debería salir mientras mis hombres y yo trabajamos, le recomendaría que incluyera algún entretenimiento en su equipaje.
—Ya lo había pensado, pero gracias por preocuparte, Taro. Espero que el señor Ryūō me prepare un equipaje adecuado.
A pesar de las circunstancias, preparar un viaje era divertido. Ryūō me había conseguido varios baúles para que guardara todo lo que necesitara para el viaje además de algunos recuerdos que yo le había pedido. A pesar del poco tiempo, consiguió que un artista de la isla les hiciera un retrato a ellos con los niños para no olvidarlos nunca. Por suerte, consiguió acabar a tiempo un pergamino con ese estilo tan fluido que caracterizaba el arte de la época y que siempre le ha gustado a Arthur. También me llevé bastante ropa y accesorios que, aunque no esperaba usarlos en Europa, serían una adquisición interesante para mi vestidor. Además, también decidí llevar un arco con flechas como los que llevaban los guerreros de aquella zona para Alex, y un ejemplar del tratado mitológico más antiguo del país, que me dio Ryūō, para Adonis. Así, mientras viajábamos, me entretendría haciendo una traducción aproximada del texto para que él lo pudiera entender.
Todo lo material estaba listo, incluso le habíamos pedido a uno de los médicos de la casa un té de hierbas que me pudiera dormir durante el inevitable trayecto en barco que, por suerte era menor que el que me había traído. Ya solo quedaba la parte más dura, despedirme de las personas que había conocido en aquella casa.
Lo primero que hice fue hacer una última visita al templo para contarles lo que Ryūō y yo habíamos decidido.
Sayaka reaccionó con el estoicismo que la caracterizaba, apoyando la decisión, sabiendo como todos que, aunque dolorosa, era la opción más sensata. Kino rompió a llorar y no dijo una palabra más allá de sollozos mientras me abrazaba sin querer soltarme. Reaccionó más fuerte de lo que me había imaginado, y eso que era con la que menos relación tenía.
—¿No queda otra opción? Puedes esconderte aquí. Y todo se calmará tarde o temprano —dijo Keiko con los ojos llorosos. Prácticamente la había visto crecer hasta convertirse en una mujer admirable, era normal que no quisiera que me fuera.
—Keiko... —Me acerqué a ella para abrazarla—. ¿Sabes cómo me llaman los nobles?
—Petirrojo.
—Así es. Y los petirrojos, como cualquier pájaro, quieren volar. No vivir el resto de sus días encerrados en una jaula. Los petirrojos quieren estar con otros petirrojos en libertad. Pero podemos hacer algo, quizás tarde y no sea lo mismo, pero podemos escribirnos cartas. Así sabremos que las dos estamos bien.
—¿Me prometes que me escribirás?
—Claro que sí y quiero que se las leas también a Sayaka.
—Es una idea espléndida —dijo Sayaka mientras Kino seguía sollozando.
—Por supuesto tú también puedes escribirme Kino, o podéis hacerlo las dos juntas y me mandáis una carta enorme. Me hará muchísima ilusión.
Tuve que esperar hasta que volviera a anochecer para ir a ver a Megumi. Le había pedido a Ryūō que hablara antes con ella y la pusiera en contexto. No tenía fuerzas para pasar otra vez por lo mismo y menos con lo emocional que seguía Megumi.
Aquella noche, entré en la habitación de Megumi. Los niños estaban dormidos y las dos nos quedamos en silencio no sé cuantos minutos.
—Si no quieres decirme nada, me voy. —Hice un amago de levantarme—. Tengo que preparar el equipaje.
—Espera —dijo Megumi alargando la mano para alcanzarme.
—Esto tampoco es fácil para mí, Megumi. Pero entiende que esto lo estamos haciendo porque es lo mejor para todos, para ti y para tus hijos. Habéis sido mi familia durante estos ocho años y que estés así con lo que me duele tener que irme no me pone las cosas fáciles. Somos ya las dos lo suficientemente mayores como para pasar una noche tranquila y que esta despedida se convierta en un bonito recuerdo para las dos.