Finalmente llegó el momento de partir. A todos nos hubiera gustado poder haber organizado una despedida en condiciones, pero las circunstancias no lo permitían y optamos por algo discreto que no avivara los rumores. Taro me esperaba a la entrada del templo con un palanquín y varios porteadores y de ahí me llevarían hasta el barco. Ryūō y Megumi fueron hasta el pabellón para recogerme y me acompañaron al templo donde ya esperaban Keiko, Sayaka y Kino. Me hubiera gustado poder despedirme de los niños, pero era muy tarde para ellos así que me despedí de ellos la noche anterior cuando fui a hablar con Megumi.
Los que estábamos en el templo nos despedimos de forma silenciosa, protegidos por el manto de la noche, entre lágrimas y abrazos. Todos éramos plenamente conscientes de que nunca nos volveríamos a ver.
Taro se vio obligado a llamar mi atención. Ya era tarde. Era hora de irse. Esbozando la mejor de mis sonrisas a pesar de mis ojos rojos, subí al palanquín y me despedí de ellos con la mano, saliendo por la ventanita hasta que la ciudad se tragó la vista del templo. Después de ese día nunca volví a pisar la mansión Kirishima.
El paso acelerado de los porteadores nos llevó de vuelta al puerto para regresar al mismo sitio en el que todo había empezado. Aquel barco era más grande que en el que había llegado, no por nada era un barco que llevaba mercancías para una caravana comercial que prácticamente recorría medio mundo. Una vez en la cubierta, bajé del palanquín y junto a Taro, nos adentramos en las entrañas del barco para llegar a mi camarote. Tal como había dicho el comerciante, la habitación tenía todas las comodidades. No era muy espaciosa, pero en ella cabían perfectamente mis baúles, una mesa y una cómoda cama, todo anclado al suelo para que el movimiento del mar no estropeara la experiencia de viaje que yo la verdad no tenía muchas ganas de vivir.
—Gracias por lo que estás haciendo por mí, Taro.
—Si necesita lo que sea, llámeme.
—No te preocupes, hasta que no volvamos a puerto, no seré una molestia. Los barcos no son lo mío.
—Ya me dijo el señor que iba a tomar una medicina para hacer más llevadero el viaje.
—Si lo paso dormida, seguro que se me pasa volando —le sonreí antes de despedirnos.
Me puse mi ropa de dormir antes de tomarme la medicina. Como no me fiaba de que las medicinas humanas fueran a hacer efecto en mí, decidí tomarme el doble de lo que me había dicho el doctor. En cuanto las sábanas cayeron sobre mí, mis ojos se cerraron y no se volvieron a ver hasta que oí desde la cubierta un grito:
—¡Tierra a la vista!
Llegamos a un puerto muy ajetreado aun siendo de noche. Muchos barcos arribaban y partían sin cesar mientras cientos de hombres cargaban y descargaban cajas con todo tipo de mercancías imaginables. Taro vino a buscarme a mi camarote y volví a subir al palanquín. En el puerto nos esperaban varios carruajes llevados por burros. Parte de la tripulación del barco se repartió en los carruajes. Mi palanquín se colocó dentro de uno de los carruajes junto a mis baúles. Aquella sería mi habitación durante muchísimo tiempo.
Con todos los productos cargados, la caravana comenzó su recorrido. Y durante muchos días lo único que hicimos fue avanzar haciendo solo las paradas necesarias. Hasta que llegamos a nuestra primera parada: Chang'an, el comienzo de la ruta de la seda. El convoy se detuvo en una explanada llena de miles de personas vendiendo y comprando. Salí de mi palanquín para asomarme con cuidado y ver cómo los hombres de Taro descargaban la mercancía y montaban una especie de tienda en menos que canta un gallo. Estaba claro que no era la primera vez que lo hacían. Como aún era de día, volví al refugio del palanquín para descansar un poco.
Pero tras unos días comerciando en aquella ciudad, no pude evitar que la curiosidad se apoderara de mí. Así que salí a hurtadillas para explorar un poco. Aquello parecía un enorme festival, todo lleno de puestos, luces, personas de todo tipo, objetos que me recordaban a mi Europa natal... ¡Incluso en uno de los puestos de comida me dieron algo para probar! No es que me supiera a nada, pero tenía una textura muy curiosa que nunca antes había probado. Aquello era como un parque de atracciones en el que en cada esquina había algo más interesante. Pero la diversión no me duró mucho cuando noté que alguien tiraba de mi brazo.
—Al fin la encuentro, señorita. —Era Taro, con la cara pálida como la nieve y lleno de sudor—. ¿Qué hace por ahí sola?
—Solo quería ver la ciudad y no os quería molestar —respondí sonriendo.
Taro suspiró pesadamente.
—Pero no puede salir por su cuenta. Estamos aquí para cuidarla, por eso nos ha contratado el señor Ryūō. Pero también tenemos que hacer nuestro trabajo. Si quiere salir, dígalo y alguien la acompañará. Mis hombres conocen muy bien el itinerario y seguro que son buenos guías.
—De acuerdo... —respondí refunfuñando y volví con él hasta el puesto.
Desde aquella noche, siempre pedía a alguno de los mercaderes que me llevara de excursión por los sitios que explorábamos. El viaje era muy extenso y variado. Después de la gran ciudad, empezamos a pasar por aldeas y asentamientos en los que nos quedábamos un par de días a comerciar y descansar para evitar a toda costa los bandidos que acechaban el camino de las caravanas. Cruzamos altas montañas y hasta un desierto en el que parábamos en varios oasis que se habían hecho para los comerciantes.
Era un viaje extenso, variado y agotador. Tengo que agradecer a todos los comerciantes lo bien que me trataron, comprendiendo lo difíciles que eran mis circunstancias, sabiendo que eran los encargados de llevarme del lugar que había sido mi hogar, al lugar al que siempre pertenecía. Quizás también temían un poco la ira de Ryūō si no conseguían cumplir su trabajo. Pero oye, si con eso hacían mi viaje agradable, no podía pedir más.