La noche estaba despejada, salpicada de estrellas, pero Londres nunca dormía. Las calles adoquinadas reflejaban la luz de los faroles a gas, y el sonido de las ruedas de los carruajes resonaba en el aire fresco. El cortejo de la aristocracia se deslizaba en dirección al Palacio de St. James, cada carruaje cargando secretos, ambiciones y un destino a punto de sellarse.
El carruaje avanzaba por las calles iluminadas. Damien observaba a Gabriel, recostado en el asiento, los brazos cruzados y la mirada fija en el paisaje que desfilaba afuera.
— Estás sorprendentemente callado — comentó, con una ceja levantada. — ¿Has pensado… en el después?
Gabriel giró lentamente el rostro hacia él, sin disimular la sorpresa ante la pregunta.
— ¿Después de esta noche? ¿Después de Whitaker?
— Sí — Damien hizo un gesto con media sonrisa. — Supongamos que todo sale bien esta noche. Supongamos que destruyes a Whitaker, recuperas a Lilian, limpias tu nombre. ¿Qué pasa después? ¿Vas a quedarte sentado en Londres discutiendo los colores de las tapicerías de tu casa?
Gabriel soltó una pequeña risa.
— Preferiría enfrentarme a piratas armados.
Damien se rió también.
— No lo dudo. Pero la aristocracia sabe ser más cruel que los piratas.
— Lo sé… pero sí, he estado pensando.
Damien se recostó, observándolo con atención.
— ¿Y?
Gabriel se pasó una mano por la nuca, un gesto raro en él, casi dudoso.
— Estoy considerando Ravenshire Bay.
Damien frunció ligeramente el ceño.
— ¿Ravenshire Bay?
— Un lugar discreto. Lo suficientemente lejos de Londres. Lo suficientemente cerca del mar. — Hizo una pausa antes de añadir — Estaba pensando en fundar una compañía de navegación.
Damien guardó silencio, genuinamente sorprendido.
— ¿Para ti?
Gabriel negó con la cabeza, su mirada endureciéndose con algo más profundo.
— Para ellos. Para los hombres que han estado conmigo todos estos años. Corsarios, marineros, hombres que el mundo no acepta fácilmente en ningún lugar. Hombres leales. Quiero darles trabajo digno. Quiero darles un lugar. Un futuro.
Damien permaneció en silencio unos instantes, mirando por la ventana del carruaje como quien reflexiona en algo más que palabras.
Después, habló — sin ironía, sin provocaciones. Solo una pregunta simple, directa.
— ¿Y piensas hacerlo solo?
Gabriel le lanzó una mirada breve, atenta.
— ¿Qué quieres decir con eso?
Damien se volvió hacia él, los brazos cruzados, el tono neutro pero sincero.
— Quiero decir… ¿has pensado en tener un socio?
Gabriel arqueó una ceja, sorprendido por la pregunta.
— ¿Tú?
Damien se encogió ligeramente de hombros, pero mantuvo la mirada firme.
— Sí, yo. — Hizo una pausa. — Tengo capital. Tengo contactos. Y… — esbozó una leve sonrisa de lado — sinceramente, Londres está empezando a aburrirme.
Gabriel lo observó durante unos segundos. No por desconfianza. Pero porque, de todas las cosas que esperaba oír esa noche… esa no estaba en la lista.
— Nunca te imaginé como hombre de negocios.
Damien se rió, pero sin apartar la mirada.
— Ni yo. Pero soy un hombre de libertad. De espacio. Y si vas a construir un lugar donde hombres libres puedan empezar de nuevo… quizás yo también lo necesite.
El silencio se instaló, esta vez cómodo. Gabriel se pasó una mano por la barba, pensativo.
— ¿Estás hablando en serio?
Damien asintió.
— Completamente.
— ¿Por qué yo, Damien?
Damien sonrió de lado, sin prisa.
— Porque tú no le debes nada a nadie. Porque haces lo que dices. Porque confío en ti más que en la mitad de los lores sentados en esta ciudad. — Y luego añadió, con un brillo sincero en los ojos — Y porque me parece que esta es la primera vez que veo a Gabriel Sinclair pensando en un futuro.
Gabriel dejó escapar una pequeña sonrisa — discreta, casi imperceptible, pero genuina.
— Quizás haya espacio para dos, entonces.
— Entonces está hecho. Si salimos vivos de esta noche… lo hablamos.
Gabriel asintió.
— Si salimos vivos de esta noche… tienes un socio.
Y el carruaje siguió, la madera crujiendo suavemente, mientras allá afuera Londres se preparaba para su mayor escándalo.
En otro carruaje, Lilian, su tía y su padre se dirigían al baile. El silencio dentro del vehículo era casi palpable, roto solo por el crujido de las ruedas sobre los adoquines y el ocasional tintinear de las linternas.
Lilian inspiró hondo, intentando controlar los nervios que crecían dentro de ella. El vestido blanco que había elegido caía sobre su cuerpo como el reflejo de la noche misma: ligero, etéreo, pero indudablemente impactante. Pequeños cristales bordados captaban la luz, como si llevara estrellas consigo. Su cabello, por primera vez, no estaba recogido con rigidez. Ondas sueltas enmarcaban su rostro, adornadas con pequeñas perlas.
Su padre, sentado frente a ella, la observaba con una mirada impasible. Ya no había furia en sus ojos, pero tampoco aprobación. La tía, a su lado, se inclinó hacia ella y le susurró:
Lady Penélope la observó largamente. No había consejos fáciles. Ni frases bonitas. Solo una verdad que había aprendido demasiado tarde — y a costa de sí misma.
— Sabes… — dijo al fin, en voz baja — cuando una mujer decide elegir su propio camino… la parte más difícil no es enfrentarlos.
Lilian la miró, confundida.
— ¿No?
Penélope esbozó una breve sonrisa. Sin alegría.
— No. La parte más difícil… es no volver atrás.
Durante un instante, solo el sonido de las ruedas sobre el empedrado llenó el silencio.
— No lo olvides, Lilian.
La mirada de Lady Penélope era serena. Pero Lilian comprendió que detrás de esa serenidad había heridas antiguas. Historias que nunca se contaron.
El padre también lo sabía. Por un momento, lo vio mirar a su tía — una mirada breve, casi involuntaria — y algo pasó entre los dos.
Él apartó la vista. Soltó un sonido bajo, más un suspiro cansado que una risa.
Y se volvió hacia su hija.
— Tu tía tiene razón. Espero que sepas lo que estás a punto de enfrentar esta noche.
Lilian alzó el mentón, firme.
— Lo sé.
Él sostuvo su mirada. Y por primera vez… quizás no vio solo a una hija desobediente. Quizás vio… a una Cavendish. Como su madre. Como Penélope. Como él mismo, alguna vez.
Desvió la mirada hacia la ventana.
— Entonces espero… — dijo, despacio — … que estés preparada para aceptar las consecuencias.
Lilian mantuvo la mirada firme.
— Lo estoy.
Él asintió despacio. No en señal de aprobación — eso nunca — pero como quien reconoce que ella había tomado su decisión… y que, a pesar de todo, era sangre de su sangre.
— En ese caso… — murmuró — … quiero que sepas, Lilian, que puedes estar equivocada. O puedes tener razón. El tiempo lo dirá.
Hizo una breve pausa.
— Pero sea como sea… — sus ojos se perdieron por un instante en la noche — … eres mi hija. Y yo no le doy la espalda a los míos. Eres una Cavendish.