Un murmullo recorrió el salón.
Whitaker permaneció inmóvil, los músculos tensos bajo su impecable atuendo, la rabia enmascarada por una sonrisa que no alcanzaba los ojos.
La orquesta inició los primeros acordes del vals, y Gabriel atrajo a Lilian hacia sí, sus movimientos fluidos y naturales, como si hubiesen bailado juntos toda la vida. Su mano se posó con delicadeza en la curva de la espalda de ella, el toque firme, pero no invasivo.
— Estás deslumbrante — murmuró junto a su oído, la voz tan baja que solo ella pudo oír.
El corazón de Lilian vaciló.
— Gabriel...
— Esta noche, Lilian — la interrumpió, con una intensidad en la mirada que sostuvo la de ella mientras la guiaba por los primeros pasos — vamos a acabar con esto. Con Whitaker. Con todo.
Los pies de Lilian se movieron instintivamente al ritmo de la música. Gabriel la sujetaba con delicadeza pero la conducía con dominio. El mundo a su alrededor se desvanecía.
Pero no para Whitaker.
Sus dedos se cerraron en un puño, las uñas marcando la palma. La humillación le latía en la sangre. Todo lo que creyó tener se desmoronaba ante sus ojos. No podía permitirlo.
Avanzó por el salón con rigidez.
Su objetivo era claro.
El Rey.
La música llenaba el espacio con una belleza engañosa, pero la noche se volvía más densa a cada instante. Mientras Gabriel y Lilian se deslizaban por el salón, envueltos en una danza que sellaba la promesa de lo que estaba por venir, Whitaker subía los escalones hacia el Rey, que observaba todo con atención.
El monarca, un hombre cuya sola presencia dominaba la sala sin necesidad de palabras, ya había percibido que ese baile era mucho más que una festividad. Algo se estaba desarrollando ante sus ojos.
Murmuros discretos entre nobles, miradas cargadas de significado, alianzas invisibles moviéndose como piezas en un tablero de ajedrez. Pero él ya lo sabía. Porque horas antes, Gabriel Sinclair le había enviado una carta.
Y esa noche, nada ocurriría sin que él ya hubiese calculado los próximos movimientos.
— Majestad — comenzó Whitaker, adoptando un tono respetuoso —, permitidme expresar mi preocupación. Parece que algunos caballeros en esta sala han olvidado el debido respeto por las normas que rigen nuestra sociedad.
El monarca simplemente depositó su copa de vino sobre la mesa con la misma calma de siempre, el cristal tocando suavemente la madera.
— ¿Normas, Lord Whitaker?
Whitaker inclinó ligeramente la cabeza en un gesto de falsa humildad.
— Me refiero a Lord Sinclair, Majestad. Creo que todos en esta sala pueden atestiguar que ha intentado desacreditarme e interferir en un compromiso ya aceptado. Lo cual, naturalmente, genera dudas sobre sus verdaderas intenciones.
El Rey no respondió de inmediato. Pero sus ojos — fríos, calculadores, expertos — recorrieron lentamente el salón. Vio rostros ansiosos y sonrisas forzadas. Y se detuvo — inevitablemente — en la imagen de Gabriel Sinclair y Lady Lilian Cavendish, deslizándose por la pista de baile.
Se recostó, los dedos tamborileando en el brazo del trono.
Y en ese instante...
todo cambió.
Se irguió.
Alzó el mentón.
Y cuando habló, su voz cortó el salón como una hoja de acero pulido.
— Detened la música.
No alzó la voz. No hacía falta.
La orden resonó con la autoridad absoluta de quien no admite vacilación.
El salón se detuvo.
La orquesta enmudeció a mitad de compás.
Las parejas congelaron sus movimientos.
Y el único sonido… fue el silencio. Un silencio pesado. Total. Cortante.
Como si todo Londres contuviese el aliento.
Gabriel se detuvo.
Lilian se detuvo.
Y por un breve instante, el mundo pareció suspendido entre todo lo que había sido… y todo lo que estaba por suceder.
La mirada del Rey descendió — serena, letal — hacia Whitaker.
— Me parece, Lord Whitaker... — dijo el monarca, su voz sonando casi tranquila — ... que esta noche es, en efecto, una noche de verdades.
Se hizo un nuevo silencio.
— Lord Sinclair. ¿Hay algo que deseáis decirme?
Un profundo silencio se abatió sobre la sala.
Gabriel lanzó una mirada breve a Lilian y luego avanzó.
— En efecto, Majestad — respondió, con una leve reverencia.
Whitaker cruzó los brazos, una sonrisa fría y desdeñosa formándose en sus labios.
— Estoy ansioso por escuchar la explicación que tendrá para su conducta de los últimos meses.
Gabriel no lo miró. Mantuvo su atención en el Rey.
— Mi conducta, Majestad, fue necesaria.
El murmullo en el salón se intensificó. La atención de todos convergió hacia el centro.
— Entonces, esclarecednos.
Gabriel hizo una señal a un criado, que rápidamente le entregó un sobre sellado. Con pasos decididos, se acercó al monarca y le ofreció los documentos.
— Aquí tenéis el verdadero rostro de Lord Whitaker.
Whitaker permaneció impasible, pero un destello de alerta cruzó su mirada.
El Rey rompió el sello y desplegó los papeles, examinándolos en silencio. Su expresión, antes neutra, se volvió sombría a medida que leía. Cuando finalmente alzó la mirada, su voz sonó como una sentencia:
— Lord Whitaker, debo preguntaros si deseáis responder a las acusaciones que aquí se presentan.
Una tensión visible recorrió el cuerpo de Whitaker.
— ¿Acusaciones? — Su voz seguía calma, pero con una rigidez helada.
El Rey colocó los documentos sobre la mesa a su lado.
— Deudas acumuladas, fraude, extorsión… y lo más grave: trata de personas y suministro de información estratégica sobre rutas comerciales británicas. Traición a la Corona.
El salón explotó en murmullos de incredulidad y escándalo.
Whitaker mantuvo la máscara de calma, pero retrocedió un paso, sus ojos buscando una salida.
— Majestad, estas acusaciones son absurdas. Invenciones de un hombre que solo desea arrebatarme lo que es mío. — Hizo un gesto hacia los presentes. — Lord Sinclair me envidia. Envidia mi posición, mi compromiso con Lady Lilian. No hay una sola prueba real en esos documentos.