El barco se balanceó suavemente al arrimarse al muelle, el olor salado del mar mezclándose con el bullicio de los muelles de Londres. Damien bajó por la pasarela con pasos firmes, aunque hubo un instante de vacilación, casi imperceptible. Después de casi dos meses mecido por el movimiento del mar, la ausencia de balanceo bajo los pies le resultaba casi desconcertante.
El puerto bullía de vida. Estibadores descargaban barriles y cajas bajo la atenta mirada de los capataces, mercaderes discutían precios y marineros reían en voz alta, ansiosos por gastar las monedas ganadas tras meses de viaje. El murmullo de la ciudad era casi ensordecedor después del vasto silencio del océano.
Londres parecía inalterada. El mismo brillo por fuera, el mismo veneno por dentro. Damien conocía bien ese mundo de títulos, apariencias y convenciones — siempre había sabido moverse en él. Pero, después de América, todo aquello le parecía falso, anticuado, como un lazo apretándole la garganta. Había vuelto diferente. Y Londres ya no le calzaba igual.
El marqués de Hawthorne descendió detrás de Damien, el paso firme. No había altivez en sus movimientos, solo la solidez de quien había aprendido a sobrevivir sin herencia ni protección. Partió hacia América cuando el nombre ya valía poco y el patrimonio era solo ruinas. Regresaba ahora hecho a sí mismo. Más americano que inglés, más acero que oro. No parecía un hombre fuera de lugar… pero tampoco parecía alguien que hubiera vuelto para quedarse.
— Así que así está Londres ahora. — La voz del marqués era baja, cargada con una nota de nostalgia. El mismo olor, el mismo caos.
Damien le lanzó una mirada de soslayo.
— No es lo mismo para ti, ¿verdad?
El marqués no respondió de inmediato. La mirada se mantenía fija en el movimiento de los muelles, como si buscara algo que no estaba allí. Cuando finalmente habló, la voz llegó baja pero firme.
— Es extraño… volver a un lugar que fue hogar y no reconocerse en él.
Damien no insistió. Sabía que Hawthorne no era hombre de compartir fácilmente. No conocía los fantasmas que Hawthorne cargaba, pero sabía que no volvía solo por negocios.
El carruaje que los esperaba aguardaba a la sombra de un almacén, discreto pero digno. Damien entregó el equipaje a un criado y subió, sin prisa, al interior. Hawthorne lo siguió, el cuerpo alto inclinándose levemente al entrar. Ninguno de los dos habló. No era necesario.
El carruaje arrancó, alejándose del muelle y sumergiéndose en las calles estrechas y húmedas de Londres. Las fachadas de piedra desfilaban por las ventanas como viejos conocidos — inmóviles, imponentes, iguales a sí mismas. Las ruedas golpeaban rítmicas en las juntas del empedrado, y el olor de la ciudad se mezclaba con el humo y el carbón.
Las calles estaban concurridas, la alta sociedad ya comenzaba a circular, y Damien se recostó en el asiento, absorbiendo la familiaridad de ese escenario.
Fue al cruzar Hyde Park que algo llamó su atención: una amazona. El caballo galopaba con una gracia indómita, diferente del trote controlado de las demás monturas. La mujer lo guiaba con destreza, el cuerpo ajustándose al movimiento del animal con una naturalidad casi salvaje — como si fuera parte de él.
El manto azul oscuro ondeaba detrás de ella, pero fue la tonalidad de su cabello — un tono que oscilaba entre la miel y el roble, recogido en un moño práctico — lo que atrapó la mirada de Damien. Por un instante, ella giró ligeramente el rostro, y el sol filtrado entre el follaje iluminó su perfil. Fue una visión breve, incompleta — pero suficiente.
El impacto fue inmediato. Un golpe silencioso, casi físico. Una reacción instintiva que no comprendía — pero que ocurrió.
A su lado, Hawthorne se puso súbitamente rígido. Los dedos se crispaban sobre el tapizado del asiento, un gesto pequeño pero cargado de tensión. Era Ella. Un instante bastó — Damien lo vio. Lo sintió. Eso no era solo sorpresa. Era choque.
— ¿Ves algo interesante? — La voz de Hawthorne sonó baja, casi casual — demasiado casual. Pero Damien no se dejó engañar. La tensión aún le marcaba la postura, comprimida en el tono neutro como una cuerda tensada al límite.
Damien se recostó en el asiento, los labios curvándose en una media sonrisa.
— Nada relevante.
Hawthorne desvió la mirada hacia la ventana, pero el brillo del pasado aún le enturbiaba los ojos. Damien lo observó de soslayo. Había historias allí. Fantasmas que no conocía — pero reconocía su existencia.
Durante algunos segundos, ninguno de los dos habló. El sonido de las ruedas rodando sobre el empedrado llenaba el silencio. La figura de la mujer ya había desaparecido entre los árboles, pero la imagen persistía, grabada en su mente.
Hacía mucho tiempo que una mujer no le llamaba la atención de esa manera. Pero no era más que un momento fugaz. Suspiró, apartando el pensamiento. No era hombre de perder tiempo en devaneos… mucho menos con una amazona desconocida. Apartó la mirada, convencido de que aquella imagen no sería más que un acaso pasajero.