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La cena había terminado y los invitados comenzaban a dispersarse hacia la sala de música y el salón. Damien, sin embargo, no tenía prisa por unirse a las conversaciones mundanas.
Apoyado en un aparador, la copa de vino colgando entre los dedos, su mirada recorría la sala, pero siempre volvía al mismo punto. Clara. Ella conversaba con Lady Penélope y Theo, su porte impecable, pero con ese brillo en la mirada. Durante la cena, él no había podido ignorarla.
El juego verbal entre ambos había sido estimulante, pero era más que eso. Era la forma en que parecía intocable. La seguridad en sus gestos, en su voz, como si nada pudiera afectarla. Y ese medallón. Le resultaba familiar, demasiado para ser una coincidencia.
Llevó la copa de vino a los labios, pero no sintió el sabor del líquido oscuro, la mente atrapada en esa pequeña pieza colgando del cuello de Clara. El diseño grabado… ¿dónde lo había visto antes? Entonces lo recordó. Gabriel. El medallón de Gabriel, ese que nunca se quitaba.
Damien frunció ligeramente el ceño. Podía ser solo una joya común, algo que muchas familias nobles poseían. Pero algo le decía que no era tan simple. Clara y Gabriel. Habían crecido juntos, Gabriel se lo había contado, pero los medallones eran parecidos. ¿Cómo tenía Clara una pieza así? ¿Y por qué eso lo inquietaba?
Volvió a mirarla. A la luz de los candelabros, el tono indefinido de su cabello adquiría reflejos rojizos que parecían danzar con cada movimiento. La forma en que movía las manos al hablar demostraba confianza, pero también control.
Ella tenía algo que lo fascinaba. El misterio del medallón era solo un motivo más para acercarse. Damien esbozó una sonrisa lenta. “Quizá la noche aún no había terminado para él.”
Mientras los invitados se movían por los salones, el duque de Cavendish no perdió tiempo y llamó a Lady Penélope para una conversación reservada. Su voz se mantenía controlada, pero había en ella una rigidez que no dejaba margen a interpretaciones suaves.
— Penélope —la pausa que siguió fue calculada—. Siempre has sido una mujer sensata, pero esta noche… me pregunto si eres realmente consciente de las elecciones que has hecho últimamente.
Ella arqueó una ceja, pero se mantuvo serena.
— ¿A qué elecciones te refieres, hermano?
El duque lanzó una mirada evaluadora por el salón antes de encararla directamente.
— Tu protegida —el tono mordaz hizo que las palabras sonaran como una acusación—. Y esa… joven excéntrica, Lady Ashford. Las dos se comportan como si la aristocracia fuera un escenario para entretenerse y no la institución que representa.
Lady Penélope dejó la copa de vino con precisión, sin apartar la mirada.
— Clara se ha adaptado muy bien a la sociedad, si eso es lo que te preocupa.
El duque soltó una risa seca, sin humor.
— ¿Adaptado? No sé si esa es la palabra que usaría. —Hizo una pausa, estudiándola—. Lo que me intriga, Penélope, es por qué decidiste adoptarla oficialmente hace un año. Una criada. Y aun así la educaste como una dama.
Sus ojos se clavaron en los de su hermana, como buscando una confesión. Después, su voz se volvió más baja, más cortante.
— Quizá esto sea más que caridad. Quizá sea un reflejo de tu deseo de maternidad no cumplido. Pero no es culpa mía, ni tuya, que la vida te haya privado de eso.
El semblante de ella no se alteró, pero el leve alzar del mentón delataba que las palabras la habían alcanzado.
El duque giró la copa entre los dedos.
— Nunca hablamos de esto, pero siempre supe cuánto sufriste. Lo que te hicieron fue cruel, y yo… —su voz vaciló un instante, un vestigio de sentimiento más profundo, pero se recuperó rápidamente—. Yo era solo un muchacho. No podía desafiar a nuestro padre. No podía impedir lo que ocurrió.
Sus dedos se crisparon levemente sobre la seda del vestido, su rostro una máscara de impasibilidad.
— Y ahora te veo traer a una desconocida a nuestro mundo, ofrecerle aquello que a ti te fue negado. Quizá pienses que la estás salvando… pero, en el fondo, ¿no será a ti misma a quien intentas rescatar?
El silencio se instaló entre ellos, denso. Ella intentó mantener la calma ante las palabras de su hermano, pero el brillo en sus ojos decía lo contrario.
— Porque vi en ella algo que otros no vieron. Inteligencia. Dignidad. Valor.
El duque entrecerró los ojos.
— ¿Valor? —Inclinó ligeramente la cabeza—. ¿O solo estabas intentando desafiar las reglas que siempre han moldeado este mundo?
Lady Penélope lo miró, irritada.
— ¿Qué es lo que realmente te molesta? ¿Lo que los demás dicen de mí? ¿O la posibilidad de que Clara tenga, de hecho, un lugar entre nosotros?
El duque retrocedió un paso, sus ojos oscureciéndose.
— Lo que me molesta es tu ingenuidad. Si realmente crees que Clara será aceptada sin resistencia, eres más soñadora de lo que pensaba.
— Oh, pero yo no soy una soñadora, hermano —replicó Lady Penélope, un brillo astuto en la mirada—. Soy una jugadora paciente. Y si la sociedad quiere hablar, que hable. Clara demostrará su valor por sí misma.
El duque apretó los labios, la mandíbula tensa.
— ¿Y qué pasará cuando tu reputación sufra por eso? Cuando empiecen a mirarte no como Lady Penélope Wellington, sino como la mujer que eligió convertir a una criada en dama. ¿Crees que la sociedad lo olvidará? ¿Que las madres aristocráticas aceptarán fácilmente que sus hijos se casen con alguien sin un nombre, sin linaje?
Lady Penélope sonrió levemente, sin prisa, sin vacilación.
— Qué suerte la mía, entonces, por ser una viuda independiente y no necesitar la aprobación de nadie para mis decisiones.
El duque apretó aún más los labios, visiblemente contrariado.
— Solo espero que sepas lo que haces, Penélope. La aristocracia puede perdonar ciertas excentricidades… pero no olvida fácilmente cuando alguien rompe las reglas. Y tú, más que nadie, deberías saberlo.