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Cuando Damien llegó a la residencia de Lady Theodora, lo primero que llamó su atención fue el contraste entre la imponente fachada aristocrática y los detalles exóticos que impregnaban la entrada. La casa tenía la estructura clásica de una residencia adinerada de Londres, pero se distinguía por un inusual equilibrio entre tradición y un toque de misterio.
Al subir los escalones de piedra hasta la puerta principal, esta se abrió antes de que tuviera que llamar, y un mayordomo japonés, impecablemente vestido, lo recibió.
— Lord Wesley, Lady Ashford lo espera. Por favor, sígame — dijo el mayordomo con una leve inclinación.
Damien arqueó una ceja, intrigado. Ya había oído hablar de las excentricidades de Lady Theodora, pero no esperaba ser recibido por un mayordomo tan peculiar. Lo siguió por el silencioso vestíbulo, fijándose en los detalles que hacían aquella casa diferente de las demás que conocía.
Alfombras orientales cubrían el suelo pulido, y pinturas a tinta sobre seda adornaban las paredes, representando paisajes montañosos y antiguos guerreros. Pequeñas linternas de papel y un biombo decorado con flores de cerezo dividían los espacios con armonía.
Damien pasó los dedos por un pequeño dragón tallado en la oscura madera del pasamanos, sintiendo la meticulosa textura del grabado. No era una casa cualquiera. Era un lugar moldeado por influencias que pocos aristócratas se atreverían a exhibir tan abiertamente.
Finalmente, llegaron a una sala privada. El mayordomo deslizó la puerta de madera y papel con un movimiento fluido y controlado.
— Por favor, siéntese. Lady Ashford y Lady Wellington llegarán en unos momentos.
Con otra leve inclinación, se retiró, cerrando la puerta tras de sí con un deslizamiento silencioso.
Damien recorrió la sala con la mirada. El espacio era acogedor y al mismo tiempo disciplinado: muebles bajos de madera oscura, un conjunto de sillas de respaldo recto tapizadas en seda bordada, y cojines dispuestos alrededor de una mesa de té finamente trabajada.
Un biombo de papel decorado con cerezos en flor separaba parte de la sala, otorgándole un aire de intimidad. Cerca de la chimenea, había un sofá de líneas sencillas, pero elegante, una pieza que mezclaba el confort europeo con la estética minimalista oriental.
Sobre una repisa baja, descansaba una espada envainada en un soporte de madera lacada, un detalle que no pasó inadvertido para Damien. Si la decoración reflejaba a la dueña de la casa, entonces Lady Theodora era aún más fascinante de lo que había imaginado.
Damien sonrió levemente. Podía entender por qué ella y Clara se habían hecho amigas. Ninguna de las dos encajaba en los moldes típicos de la aristocracia londinense.
Con un suspiro relajado, aflojó el nudo del pañuelo en su cuello y se dejó caer en el sofá. Había algo intrigante en aquella casa, en aquella tarde y, sobre todo, en aquel encuentro. Y estaba dispuesto a descubrir a dónde lo llevaría.
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Poco después, Theo y Clara entraron en la sala. Theo se dejó caer despreocupadamente sobre uno de los cojines en el suelo y le lanzó una sonrisa traviesa.
— Wesley, pensé que perderías el valor y saldrías corriendo.
Clara, en cambio, permaneció de pie, impasible. Llevaba un vestido sencillo, modesto, de un tono neutro que la hacía parecer una joven de clase trabajadora. El cabello recogido de manera práctica, sin los elaborados peinados típicos de la aristocracia. Y aun así, su porte seguía siendo impecable.
— Llegas tarde — comentó, cruzándose de brazos.
Damien se quitó el abrigo y lo dejó caer sobre una silla, desabrochándose el chaleco.
— Tuve que decidir si realmente quería pasar la tarde entre caballos y polvo. — Sonrió apenas. — No es precisamente mi tipo de evento.
Theo rió y le lanzó una camisa más tosca.
— Bueno, ahora lo es. No podemos dejar que un caballero camine por las calles como si fuera a un baile.
Damien arqueó una ceja, pero tomó la prenda y, moviéndose detrás del biombo de papel decorado, empezó a desvestirse. La sensación de aquella tela más áspera contra su piel le resultaba extraña, muy distinta de los finos tejidos a medida que solía usar.
Del otro lado del biombo, Clara ajustaba los últimos detalles de su propio disfraz. Al levantar la cabeza, no pudo evitar notar la sombra proyectada en la superficie traslúcida del papel. La silueta alta de Damien se dibujaba con nitidez: los hombros anchos, el gesto fluido al quitarse la camisa, la línea definida de la espalda mientras se cambiaba de ropa.
Un pensamiento inesperado cruzó fugaz por la mente de Clara. Damien era un hombre fuerte. No solo en presencia o voz, sino físicamente. Y ahora, mientras se ajustaba la nueva camisa, Clara veía cómo los músculos se tensaban con cada movimiento, la silueta revelando más de lo que debía.
Desvió la mirada con rapidez, sintiendo un calor ridículo subirle al rostro.
— Ridículo — murmuró para sí.
No solía impresionarse por esas cosas. Pero la verdad era que nunca había prestado atención a Damien de aquella manera. El pensamiento la desconcertó, y antes de poder apartarlo, algo la distrajo.
Al mirar al frente, vio que Theo observaba exactamente lo mismo, la sombra de Damien proyectada en el biombo. Pero, a diferencia de Clara, Theo no parecía incómoda. Al contrario, tenía una sonrisa pícara en los labios y los ojos brillaban de diversión.
Clara sintió una oleada de calor recorrerle el pecho, pero esta vez no solo por lo que había visto. Era por la mirada de Theo, por la forma descarada en que apreciaba lo mismo que a ella la había dejado sin palabras.
Por un instante, se sintió dividida. No quería admitirlo, pero un extraño nudo surgió en su estómago. ¿Celos? No tenía sentido. Theo era su amiga, siempre había sido juguetona e irreverente. Pero en ese momento, algo en Clara no soportaba la idea de que Theo viera lo que ella había visto.