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Lady Penélope permaneció inmóvil en el salón, incluso después de que Clara desapareciera por la puerta de la mansión. El silencio de la casa pesaba sobre sus hombros, y solo el leve crepitar de la chimenea llenaba el espacio. Inspiró profundamente, pero el aire parecía no llegarle al pecho.
— Debería haber insistido. Debería haberla hecho quedarse.
Sus manos temblaban levemente cuando se dirigió hacia la ventana. El carruaje ya llevaba a Clara lejos, y Penélope permaneció allí, observándolo desaparecer por la avenida, hasta que no quedó nada más que el vacío de la calle.
El corazón le martilleaba en el pecho. Ahora que sabía la verdad, cada mirada que lanzaba a Clara parecía distinta, cargada de significados que antes no veía. Durante todo ese tiempo pensó que cuidaba de una huérfana sin nombre, una joven a quien había ofrecido un futuro. Pero, en realidad, siempre fue más que eso. Era su hija.
La simple idea era abrumadora. Lady Penélope apretó los dedos contra el borde de la mesa, intentando reunir la fuerza que siempre le había sido natural. Pero ahora se sentía frágil, insegura, y ese sentimiento le era desconocido. Durante años vivió bajo reglas estrictas, preservando las apariencias, manteniéndose irreprochable. Y ahora, un secreto que había permanecido oculto durante décadas salía a la luz, amenazando con destruir todo lo que había construido.
Si Clara lo supiera... ¿Qué haría? El miedo le oprimía el pecho.
¿Y si me odia por haber guardado el secreto? ¿Y si me rechaza?
Penélope cerró los ojos por un momento, obligándose a pensar con claridad. Ya no se trataba solo de contarle la verdad. Ahora sabía que había algo más peligroso en el horizonte. Algo que no podía ignorar. Si Clara era realmente su hija… eso significaba que era heredera de sangre noble. Y eso la hacía vulnerable.
La aristocracia no olvida, no perdona. Un escándalo así tendría consecuencias irreparables. Si la verdad saliera a la luz, si las personas descubrieran que Clara no era solo una criada adoptada, sino la hija ilegítima de un Cavendish… podrían usarla. Manipularla. Y Clara, terca e independiente como era, jamás aceptaría ser protegida.
Se irguió, llevando los dedos a la sien, sintiendo el dolor sordo de una decisión que no quería tomar.
— ¿Le digo la verdad y arriesgo perderla... o sigo protegiéndola de la única manera que sé? ¿Y si hablara con Theodore?
El pensamiento se apoderó de ella como un ancla arrastrándola al pasado. Theodore era apenas un adolescente cuando todo sucedió, demasiado joven para desafiar a su padre, demasiado consciente del nombre que llevaban. Pero recordaba con claridad su expresión la noche en que el destino fue arrancado de sus manos.
Si pudiera cambiar esto, Penélope, te juro que lo haría. Pero él no me escucha... nunca me escucha.
La voz de su hermano había temblado, no de miedo, sino de frustración contenida, de rabia silenciosa ante la autoridad inquebrantable del Duque. Fue la primera vez que lo vio así, al joven siempre tan seguro de sí mismo, tan confiado, confrontando su propia impotencia. Y fue también la última vez que se permitió creer que alguien podría salvarla.
Ahora, tantos años después, la incertidumbre volvía a instalarse.
Si le digo la verdad, ¿verá a Clara como un error del pasado que debe ser enterrado... o verá en ella lo mismo que yo veo? ¿Una joven que sobrevivió a todo lo que le fue negado, que se alzó sin necesitar el nombre que le fue arrebatado?
Suspiró profundamente, pasándose una mano temblorosa por el rostro. Nunca pensó que volvería a sentir esta angustia, este miedo a perder a alguien que amaba. Pero no podía seguir huyendo de la decisión.
Se levantó, intentando ajustar los pliegues del vestido y forzar un semblante sereno. Pero el pecho se le oprimía con una angustia creciente; cada paso que daba resonaba en el camino entre el pasado que la definía y el futuro que temía enfrentar.
Debo hablar con él.
Por primera vez en muchos años, necesitaba a su hermano. Y, por primera vez, no sabía si él la ayudaría... o si, sin querer, se convertiría en otra barrera entre ella y Clara.
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El camino hacia las carreras se desarrollaba en una mezcla de pasos firmes y conversaciones ligeras, mientras Clara y Damien se mezclaban con la multitud de plebeyos y pequeños comerciantes que seguían en la misma dirección.
Las calles estaban animadas, los vendedores ambulantes anunciaban sus productos con voces estridentes, y el aroma a pan recién horneado se mezclaba con el olor menos agradable de las calles londinenses.
Clara desvió la mirada hacia uno de los mercaderes que agitaba una bandeja llena de pasteles y recordó las carreras que había espiado cuando era niña. Un pensamiento cruzó su mente y, sin volverse hacia Damien, comentó:
— ¿Recuerdas la primera vez que viste una carrera?
Damien le lanzó una mirada rápida, sorprendido por la pregunta, antes de sonreír levemente, como si el recuerdo le resultara agradable.
— Lo recuerdo perfectamente. Tenía unos ocho años. Mi padre me llevó. Fue un desastre. Aposté todas las monedas que tenía al caballo equivocado y salí de allí sin un centavo.
Clara alzó una ceja y cruzó los brazos.
— Y apuesto que, aun así, estabas convencido de que habías elegido bien.
Damien soltó una breve carcajada.
— Obviamente. No me faltaba confianza. Solo suerte.
Clara sonrió levemente.
— Yo también asistí a carreras cuando era niña, pero desde fuera de las rejas. Nunca me permitieron entrar. — Su tono no tenía amargura, solo constatación.
Damien se volvió hacia ella, observándola con un renovado interés.
— Curioso cómo cambian las cosas, ¿verdad? Ahora estamos todos afuera, por elección propia.