✨🌹 Clara regresa a casa 🌹✨
El cielo comenzaba a aclararse con los primeros trazos del amanecer cuando Clara bajó las escaleras de la casa de Theo, envuelta en la capa que su amiga le había prestado. El aire matinal traía consigo el olor distintivo de carbón y madera quemada, vestigios de las chimeneas que habían ardido durante la noche.
A lo lejos, el sonido apagado de las campanas de la iglesia rompía el silencio de la ciudad aún dormida. Londres aún no había despertado del todo, pero la inquietud dentro de ella no le permitía esperar más. Theo estaba junto a la puerta, observándola con una mirada que mostraba diversión y preocupación a partes iguales.
— ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? — preguntó.
Clara dudó por un breve instante, pero luego respiró hondo.
— No. Tengo que enfrentar lo que soy.
Theo cruzó los brazos, estudiándola por un momento antes de hacer una pequeña señal con la cabeza.
— Está bien. Pero si decides que me necesitas, ya sabes dónde estoy.
Clara sonrió, una sonrisa tenue, pero llena de gratitud.
— Gracias, Theo. Por todo.
Theo no respondió de inmediato. En su lugar, se acercó y le apretó ligeramente el brazo en un gesto cómplice antes de alejarse y abrir la puerta.
La carroza ya la esperaba.
Clara subió los escalones y se acomodó en el interior. El sonido del movimiento de la carroza fue el único ruido que la acompañó mientras la ciudad pasaba ante sus ojos, cada calle un reflejo de la incertidumbre que aún llevaba consigo. El viaje pareció, al mismo tiempo, corto e interminable.
Cuando finalmente la carroza se detuvo frente a la mansión de Lady Penélope, Clara no se movió de inmediato. El corazón le latía con fuerza en el pecho. «Su casa. Siempre había sido su casa.» Inspiró lentamente antes de abrir la puerta y bajar los escalones.
La entrada de la mansión se alzaba ante ella, las altas columnas blancas destacándose contra la luz pálida de la mañana. El mayordomo, Harding, le abrió la puerta, con un aire de alivio en el rostro.
— Milady — dijo, haciendo una reverencia —. Es un placer tenerla de vuelta.
Clara contuvo la respiración por un momento antes de asentir levemente.
— Gracias, Harding.
Su voz sonó más frágil de lo que esperaba, como si el viaje hasta allí le hubiera drenado las palabras que necesitaba decir. Un sonido de pasos apresurados resonó en la casa.
— ¿Clara?
La voz de Lady Penélope atravesó el espacio como un trueno. Antes de que Clara pudiera siquiera quitarse la capa y entregársela al mayordomo, Penélope apareció, con ojeras profundas como si no hubiese dormido. Por un instante, todo se detuvo.
Se quedó a mitad del pasillo, los ojos abiertos como si estuviera viendo un fantasma. La boca se entreabrió, pero no salió palabra alguna. El pecho subía y bajaba con ritmo incierto, como si luchara por creer lo que veía. Entonces, en un súbito estallido de emoción, cruzó el espacio entre ellas y envolvió a Clara en un abrazo fuerte, tan apretado que casi le quitó el aire.
Clara apenas tuvo tiempo de reaccionar. Su madre la sostuvo como si temiera que desapareciera de nuevo, los dedos apretándole la espalda con una urgencia casi desesperada.
— Oh, querida mía… has vuelto.
Clara sintió el pecho apretarse, las emociones acumuladas amenazando con derrumbarla.
«Sí, había vuelto. Y, por primera vez, sentía que volvía a casa.»
Tras un largo momento, Lady Penélope se apartó ligeramente, con lágrimas brillándole en los ojos.
— ¿Estás bien? Dios mío, no imaginas cuánto temí que no regresaras.
Clara respiró hondo y, en silencio, retiró el medallón de su cuello, elevándolo entre las dos. La cadena osciló levemente, atrapando la luz. Penélope lo miró, sin comprender. El silencio que se instaló entre ellas era casi palpable, cargado de expectativa y temor. Clara vio cómo sus ojos temblaban levemente, como si su corazón ya supiera lo que estaba a punto de descubrir. Cuando finalmente halló la voz, fue un murmullo tembloroso, casi irreconocible incluso para sí misma.
— Necesito mostrarte algo, mamá…
Penélope contuvo la respiración. Clara vio el brillo en sus ojos, pero también notó el leve estremecimiento de su mano, como si ese título fuera demasiado frágil para sostenerse en el aire. Por un instante, ninguna de las dos se movió.
Luego, Penélope se llevó una mano al pecho y asintió lentamente, la voz atrapada en la garganta.
— Ven conmigo.
La guió por el pasillo hasta la biblioteca. La puerta se cerró tras ellas, aislándolas del resto de la casa. Lady Penélope miró la pequeña cadena en las manos de su hija y se limpió una lágrima que había caído. Clara abrió el medallón y lo colocó sobre la mesa. El clic resonó en el silencio.
Penélope vaciló antes de inclinarse, los dedos temblando al tocar el objeto. Sus ojos recorrieron el papel envejecido y las pequeñas pinturas escondidas en su interior. Por un instante, pareció que el mundo se le escapaba de los pies.
— Dios mío… — murmuró, con la voz quebrada.
Las lágrimas comenzaron a caer antes de que Penélope pudiera detenerlas. Sus dedos se deslizaron por la superficie lisa de la pequeña pintura, reconociendo su propio rostro, tan joven, tan lleno de esperanza… y él.
Clara la observó en silencio, sintiendo el impacto de aquella revelación golpear a ambas. No había más dudas. El sonido de la puerta al abrirse interrumpió el momento.
— ¡Clara!
Él se quedó inmóvil, mirándola. La rigidez en su mirada vaciló por un instante, e inspiró hondo antes de cruzar la sala con pasos decididos. Cuando el Duque se detuvo frente a ella, no habló de inmediato. La miró como si evaluara cada detalle, cada sombra de duda.
Entonces, lentamente, sus dedos le sujetaron los hombros, firmes, cálidos, como un ancla. El toque descendió por los brazos, deteniéndose en los antebrazos. Su garganta se movió levemente, como si tragara palabras que no podía decir.