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La madrugada se insinuaba por las ventanas del dormitorio de Damien, tiñendo las cortinas de un gris pálido. El silencio de la casa contrastaba con la tempestad que llevaba dentro.
Tendido en la cama, con la mirada perdida en el techo y el cuerpo rígido, su mente era un caos. Había intentado dormir. Había intentado apartar los pensamientos que lo consumían desde que Evangeline abandonara su casa, dejando tras de sí el veneno de su amenaza.
«O terminas todo… o yo me encargaré de hacerlo por ti.»
Cerró los ojos, intentando ahogar la náusea que le subía por la garganta. «No había salida. Si desafiaba a Evangeline, Clara pagaría el precio. Si cedía… la destrozaría.»
Pasó una mano por el rostro, sintiendo la barba incipiente arañarle la palma. «Nunca se había sentido tan impotente. Podía resolver cualquier problema con estrategia, con astucia. Pero esto… esto exigía sacrificar lo único que quería proteger.»
El recuerdo de Clara lo golpeó con una dulzura violenta. «El calor de sus labios, la manera en que se amoldaba a su toque, la chispa de deseo en sus ojos cuando creía que él no la veía… todo eso estaba a punto de romperse. Y él tendría que ser quien lo rompiera.»
Giró sobre el colchón, frustrado. «Debía haber una solución. Tenía que haberla.»
La idea se repetía como un eco sin respuesta. Se incorporó de un salto, cruzando el cuarto con pasos largos y tensos. Se sirvió un brandy. El ardor del licor no trajo consuelo alguno. Odiaba lo que estaba empezando a considerar.
«Si le miento… si soy lo bastante cruel, quizá me odie. Quizá me olvide.»
Soltó una risa amarga. Como si él pudiera olvidarla.
Apoyó un brazo en la chimenea, observando las llamas. La madera crepitaba, cada estallido resonando como si la propia casa compartiera su inquietud.
No podía imaginar un mundo donde Clara no fuera suya. Pero tal vez tendría que aprender a vivir en uno.
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Las velas ardían sobre soportes dorados, proyectando reflejos vacilantes por la habitación. Lady Evangeline se reclinaba en su diván, ya vestida con su ropa de dormir, una copa de jerez entre los dedos. Sus ojos ámbar brillaban con una satisfacción peligrosa.
—Finalmente —murmuró, saboreando la palabra como una fruta prohibida. «Damien será mío. Ahora que la otra está fuera del camino… nada podrá impedirlo.»
Un riso bajo escapó de sus labios. «La pobre ingenua creyó poder arrebatármelo. Pero Damien siempre fue mío. Solo necesitaba recordárselo.»
Caminó hasta su tocador y abrió una caja de terciopelo. Dentro, un collar de perlas y diamantes —uno de los regalos de Damien— brilló bajo la luz tenue. Pasó los dedos por las gemas con una delicadeza casi obscena.
—Siempre fuiste mío, Damien. Solo necesitabas… un empujón.
Bebió el último sorbo, se observó en el espejo y se sonrió. Un destello de locura iluminó sus ojos.
Aquel mismo día, durante una visita cuidadosamente calculada a Lady Wycliff, había garantizado su victoria.
«—No sé si es apropiado sentarlo a su lado… —dudó la anfitriona.
—Mi querida —respondió Evangeline con suavidad venenosa—, todos saben que Damien y yo somos prácticamente un compromiso. Sería extraño separarnos.»
Y Lady Wycliff, temerosa de un escándalo, cedió.
Evangeline cerró la caja del collar, convencida:
«La jovencita quedará al otro extremo de la mesa. Lejos de Damien. Lejos de lo que nunca fue suyo.»
Apagó las velas. Deslizó el cuerpo entre sábanas de seda, con las perlas aún en el cuello, como una reina coronada por su propia obsesión.
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La noche descendía sobre Londres con un brillo plateado. En la mansión de Lady Penélope, la preparación para el gran evento estaba en pleno auge. Había movimiento en cada corredor.
Clara bajó las escaleras con una elegancia natural. El vestido de satén azul oscuro caía en ondas perfectas; el bordado delicado brillaba bajo los candelabros, y el rubor de emoción en sus mejillas la hacía aún más hermosa.
Aquella noche… lo vería. Y estaba lista, finalmente, para confesar lo que había intentado negar por demasiado tiempo: estaba enamorada de Damien. Theo había tenido razón desde el principio.
Su madre la esperaba en el vestíbulo, impecable en un vestido de seda violeta. El Duque ajustaba el botón del frac.
—¿Estamos listos? —preguntó.
Clara sonrió.
—¿Lilian y Gabriel ya se retiraron?
—Sí —respondió Penélope—. Prefirieron quedarse con los gemelos. Y no los culpo: estas cenas son agotadoras.
Clara rió suavemente.
—Ojalá esta sea diferente.
El Duque la observó con atención. Pensaba en lo que Penélope le había confiado: Damien Wesley parecía cortejarla de verdad. Aquello, para él, era motivo de inquietud… y también de esperanza.
Al final, suspiró, aceptando lo inevitable.
El mayordomo abrió la puerta. Las linternas del carruaje iluminaban la calle mojada.
Y con el corazón encendido de expectativas… Clara avanzó hacia a noite que mudaria tudo.
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