Vientos de Pasión – Una Verdad Oculta L2

Episodio 2

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La residencia de Lady Wycliff se alzaba majestuosa en el corazón de la ciudad, su fachada iluminada por antorchas y candelabros colocados estratégicamente. Carruajes llegaban uno tras otro; lacayos ayudaban a las damas a descender, mientras los caballeros ajustaban los puños de sus chaquetas y se intercambiaban saludos formales.

Al entrar al gran salón, Clara sintió el calor acogedor de la iluminación cuidadosamente distribuida por las paredes, donde lámparas de cristal esparcían reflejos dorados. El ambiente vibraba con el murmullo de las conversaciones y el tintinear de copas de champán.

Lady Wycliff recibía a los invitados con una sonrisa fácil y una cordialidad ensayada; parecía carente de carácter, sin columna vertebral. Pero tras aquella amabilidad se escondía una malicia sutil: cedía a las peticiones cuando le convenía y luego esparcía favores y confidencias como quien siembra pequeñas trampas. A los ojos de la sociedad parecía inofensiva, pero sabía muy bien usar su aparente dulzura para infligir humillaciones precisas cuando el momento era oportuno.

— Vuestra Gracia —dijo con una reverencia suave—, Lady Wellington, Lady Clara, qué placer recibirlas.
— El honor es nuestro, Lady Wycliff —respondió Lady Penélope, cordialmente.

La mirada de la anfitriona se demoró un poco más de lo necesario en Clara antes de asentir con una sonrisa enigmática.

Theo ya se encontraba entre los invitados, un vestido esmeralda contrastando vívidamente con su cabello rojo, suelto en una cascada controlada de ondas que enmarcaban su rostro pecoso. Al verlas, se deslizó por el salón con facilidad, alzando una copa de champán en un brindis silencioso.

— Miren nada más quién ha llegado por fin —murmuró, divertida, mientras se acercaba.
— Disculpa la demora —dijo Clara, inclinando la cabeza con gracia.
— Me alegra que hayas llegado, querida —Theo le tocó el brazo y la atrajo hacia sí—. Necesitamos animar este salón antes de que todos muramos de aburrimiento —dijo en voz baja.

Clara soltó una risa genuina y le susurró al oído:
— ¿Viste si Damien ya llegó?
Theo arqueó una ceja.
— Todavía no. Pero no te preocupes... tengo la sensación de que no tardará.

Lady Penélope observaba el intercambio entre las dos con una expresión curiosa, y Clara leyó en el brillo de los ojos de su madre una aprobación silenciosa que tanto la tranquilizaba.

— Entonces —dijo Theo con tono despreocupado, mirando el salón—, ¿pretendemos interesarnos por estas conversaciones tediosas hasta que pase algo más divertido?
Clara sonrió mientras aceptaba una copa de champán de un criado.
— Vamos —respondió con ligereza.

Se disculparon con Lady Penélope y el Duque y comenzaron a recorrer el salón, saludando y asintiendo. Pronto se unieron a un pequeño grupo de jóvenes casaderas —risas contenidas, abanicos agitados, observaciones susurradas sobre vestidos y pretendientes. Theo se inclinó hacia una de las amigas, contando en voz baja un comentario divertido que provocó un coro de risitas; Clara, por su parte, se mantuvo discreta, pero sus ojos no se alejaban del rincón donde esperaba ver a Damien entrar.

A su alrededor, la noche seguía su curso: conversaciones educadas, brindis ensayados, miradas que formulaban preguntas sin palabras. Y mientras las damas conversaban sobre modales y modas, algo en el aire parecía a punto de cambiar: una semilla de rumor ya latente, esperando el momento justo para germinar.

Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, en la residencia de Damien, el ambiente era tenso. El mayordomo esperaba en la entrada, postura rígida y mirada de quien comprendía demasiado bien la situación. Lady Montrose había llegado poco antes de la hora marcada para la cena.

Damien, aún ajustando el pañuelo de cuello, bajó las escaleras con el rostro cerrado. La vio antes de saludarla; estaba sentada en el salón, el vestido oscuro contrastando con los labios rojos, la sonrisa de satisfacción cuidadosamente ensayada.

— Qué tardanza, querido —murmuró ella, alisando el guante de encaje mientras se ponía de pie.
Él se dirigió al espejo sobre la chimenea, apretó el nudo del pañuelo y le devolvió una mirada sin calidez.
— No tengo ninguna cita contigo. Si quieres esperar, espera.
Ella se acercó despacio, pasos medidos, los dedos rozando el cuello de su chaqueta en un gesto que era tanto provocación como desafío.
— No seas infantil —dijo, la voz ronroneante de seducción—. Llegamos tarde para la cena.
Damien se giró, cruzando los brazos con un movimiento seco.
— ¿Nosotros?

Lady Evangeline inclinó la cabeza, divertida.
— ¿No sería descortés rechazar mi invitación para acompañarte?
La contracción en su mandíbula fue casi imperceptible. Lady Evangeline, como si nada, le ofreció el brazo. Un gesto de posesión disfrazado de cortesía.

— Vamos. A Lady Wycliff no le gustan los retrasos.

Cruzaron el vestíbulo en silencio hasta la puerta que Sims les abrió; una expresión preocupada marcaba el rostro del mayordomo. Afuera, el carruaje esperaba bajo la luz amarilla de las farolas. Damien la acompañó sin decir palabra y no se apresuró a ayudarla —fue el criado quien cumplió con ese deber. Subió a continuación, el pecho oprimido por una decisión que ya sabía irreversible; conocía bien el peso del gesto que estaba a punto de cometer, pero no veía otra opción.

El trayecto por las calles oscuras transcurrió casi sin palabras. El único sonido que rompía el silencio era el tintinear delicado de las joyas de Evangeline, campanillas que anunciaban un destino. Cuando el carruaje se detuvo frente a la mansión de Lady Wycliff, el lacayo la ayudó a bajar con toda la ceremonia debida; Damien la siguió, tenso. En los escalones, otros invitados se alineaban, esperando para entrar. Risas, voces y la música de un cuarteto de cuerda se escuchaban desde el interior.



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En el texto hay: humor, intriga, amor

Editado: 26.12.2025

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