Extraño, verdaderamente extraño. Desde el momento en que decidió hacerse cargo de Megumi, el hijo de su antiguo enemigo, Gojo Satoru nunca había imaginado que su vida tomaría un giro tan inesperado. Al principio, quiso usarlo como una excusa que compitiera con los ideales de los altos mandos: Hechiceros fuertes que no solo pueden ocuparse de sus deberes, si no, también con una empatía para ayudar y colaborar con otros hechiceros. A su vez serviría para burlarse de haberle robado el bien más preciado al clan Zenin, aquellos donde el poder lo es todo.
Al conocerlo de niño, había sentido una mezcla de responsabilidad y esperanza. Megumi, con su carácter tranquilo y su inteligencia aguda, se había adaptado rápidamente a la vida con él. Compartían risas, entrenamientos y momentos de paz que Gojo atesoraba en silencio. Sabía que Megumi no tenia una motivación real para ejercer la hechicería más que la de cuidar a su hermana mayor Tsumiki. Sin embargo, ninguno dijo nada, solo siguieron el camino de un bien común. Satoru cumplió su palabra de alejarlo del clan Zenin y Megumi se convirtió en su discípulo para aprender acerca de la hechicería y del manejo de su poder.
Ambos procuraron dar lo mejor de sí, Satoru ayudaría en todo lo posible a Megumi a controlar el poder de las diez sombras, herencia del clan Zenin; en base a su conocimiento como líder del clan Gojo y la longeva rivalidad entre ambos clanes. Megumi se convertiría en un hechicero poderoso bajo su tutela. Se acercaban, encontraban la manera de ser más allá que desconocidos y diferentes a la simpleza de ser maestro y alumno. Tsumiki los animaba en cada entrenamiento, cosa que apreciaba Gojo y avergonzaba a Megumi; lo que ocasionaba que Satoru se burlara y le hiciera bromas. Todo marchaba de maravilla hasta ese momento.
Tsumiki cae ante una maldición que la deja en coma, ningún hechizo podía revertirlo. Una brecha se dibujo entre ambos, la cercanía familiar volvió a ser de solo estudiante y profesor. Así continuó con el paso de los años y otro problema surgía de a poco, gestándose como una larva que busca salir de su capullo de seda. A medida que Megumi crecía, algo oscuro comenzó a gestarse en el corazón de Satoru. Cada vez que lo miraba, no podía evitar ver el reflejo de su padre, Toji Fushiguro, el hombre que casi lo había asesinado. Esa sombra del pasado se cernía sobre él, nublando su juicio y llenándolo de una desconfianza instintiva.
Satoru se revolvía internamente: “no es él, ese hombre está muerto”. Se repetía cada mañana, al verse al espejo y ver la cicatriz en su frente; inconscientemente su cuerpo temblaba, sentía ganas de vomitar y no podía dejar de pensar en que en cualquier momento al salir tras la puerta o en cualquier viaje a alguna misión, este se le aparecería y terminaría su trabajo. Volvían los recuerdos de ahogarse con su sangre que se estancaba en su garganta destrozada, la cabeza palpita como si amenazara con partirse en pedazos y su pecho se dividía hacia los lados exponiendo su interior hacia el mundo.
Su miedo, creyendo apaciguado al hundirse en el exceso de trabajo se vio perjudicado al tener que matar a su mejor amigo Suguru Geto, aquel quien consideraba su igual. Sus miedos no hicieron más que empeorar, sin poder exteriorizarlos, pensar en ser el pilar de la nueva generación; mientras que para sí le toca un pobre refugio en su compañera Shoko, porque nadie más lo conocía como en realidad es, ni siquiera ese niño que por largos años ha estado bajo su tutela.
Debía ocultárselo, mantener en secreto sus inquietudes; nadie más que él debe sentirse de esta manera. Sin embargo, una tarde nada salió como esperaba. Mientras entrenaban en el dojo de la escuela como es usual, la tensión alcanzó su punto máximo. Megumi, ahora un adolescente, ejecutaba una serie de movimientos con una precisión que recordaba demasiado a la de su padre. Satoru sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sin previo aviso, su cuerpo reaccionó antes que su mente, lanzándose hacia Megumi con una velocidad y fuerza que solo usaba contra sus enemigos más peligrosos. Reforzando sus golpes con azul.
Esto tomó por sorpresa a Megumi que apenas tuvo tiempo de defenderse del ataque. Los ojos de su maestro estaban llenos de una furia que el joven nunca había visto. La energía maldita oscilaba con intensidad alrededor de Satoru, quien se acercaba con paso decidido a acabar con su enemigo.
—Gojo - sensei —dijo mientras luchaba por ponerse en pie, la sangre escapando de la herida en su frente empañaba la visión de su ojo derecho. Satoru lo escucha y se detiene a centímetros del rostro de Megumi. La realidad lo golpeó como un balde de agua fría. ¿Qué estaba haciendo? Sus seis ojos le habían mostrado un fantasma y en consecuencia se había preparado para una batalla inexistente.
Retrocedió, su respiración agitada y su mente en caos. Megumi, con el corazón latiendo a mil por hora, no dijo nada. Solo lo miró con una mezcla de confusión y dolor. Gojo no pudo soportar esa mirada. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y salió del dojo, dejando a Megumi solo. No sabía cuánto había caminado ni que tan lejos se había alejado del dojo, se dejó caer al suelo mientras intentaba calmar las innumerables emociones que se apretujaban en su pecho. Le estaba costando respirar, las heridas le dolían y le escocían.
—No es real, no es real... está muerto, me encargué de eso.
El mantra que escapa de sus labios no hacía que se sintiera mejor, los recuerdos de lo que acababa de ocurrir, la persona que más quería proteger en este mundo yacía en el suelo, ensangrentado y asustado. ¿Qué hubiese pasado si no lo llamaba? O peor ¿Qué hubiese pasado si no reaccionaba a tiempo? Se hizo tan pequeño como pudo, sus dedos se apretujan contra su pálida piel dejando marcas rojizas.