Vino Nocturno

Noche en el Teatro

2 de noviembre de 1936
Berlín, Alemania

El cielo berlinés se mantiene gris y el clima parece que jamás dejará de ser gélido. Un nuevo día empieza para Gretel Nachtwein. Sus ojos miel, junto a esos labios naturalmente rojizos, se despiertan con alegría, pues hoy ella se encontrará con su tan preciado Ludwig: un muchacho que parece ser amigo de todo Berlín.
Desde su cama, entre sus finas sábanas de telas que pocos podrían costear, Gretel estira los brazos y suspira. Pero lo que la diferencia de otros días es que, hoy, tiene la certeza de que todo saldrá bien.

Con delicadeza se levanta de la cama y, con movimientos casi melodiosos, recorre toda su habitación, disfrutando cada pequeño detalle.
Al bajar las escaleras y llegar a la cocina, se encuentra con su mamá, la criada y, claro, el desayuno ya sobre la mesa.

—Buenos días, cariño. ¿A qué se debe esa sonrisita tuya? —le preguntó Marleen, su madre.

—¿No recuerdas? Te dije desde hace días que hoy me vería con Ludwig. Iremos al teatro, y Otto nos llevará —contestó ella, comenzando a disfrutar de su comida.

—Ah…Me había olvidado —la mujer hizo una pausa y se sentó frente a su hija, cambiando su expresión a una más incómoda—. Gretel, ya sabes que a tu papá ni a mí nos gusta que salgas con ese muchachito. Él es bueno, sí, pero…¿No crees que deberías juntarte con gente de tu nivel?

Esas palabras bastaron para arruinar un poquito esa felicidad que Gretel traía. Ella frunció el ceño y apartó el bocado que iba a degustar.

—Ludwig es un muchacho como muy pocos en este mundo… Es trabajador, amable, inteligente y educado. ¿No crees que, más bien, debería juntarme más con gente como él? Todos los jóvenes que me has presentado, con suerte, son educados… —sus finos labios se curvaron en una sonrisita soñadora—. Ludwig es…Especial, único en el mundo.

Marleen, al darse cuenta de que su hija no le haría caso, sólo suspiró y le dio un sorbo a su café.

—Lo que digas, Gretel.

El silencio se hizo presente en la cocina, lo cual, para Gretel, era de lo más usual. Fue entonces que su hermano mayor, Otto, bajó a desayunar. Para su sorpresa —o desgracia— se encontró con su hermana y su madre.

—Buenos días, mamá —él le dirigió la palabra únicamente a ella.

Ese hábito le parecía tan desagradable a Gretel, pero trataba de ignorarlo, tal como Otto hacía con ella.

—¡Ah, hijo! Qué alegría me da verte aquí. Anda, toma asiento y disfruta de la comida —la mujer lo invitó con ternura. Ternura que su hija no recibía por parte de ella.

El joven, tan distante como siempre, apenas la volteó a ver.

—No, estoy bien. Esperaré un rato más, sólo vine por un vaso de agua —dijo en un intento de improvisar. Para Otto, el morir de hambre era preferible a tener que comer en familia.

Cuando dejó la cocina, ese silencio pacífico se tornó en uno más tenso.

—Estos días ha estado insoportable…—susurró Gretel.

Marleen no respondió enseguida; tomó algunos sorbos de su café antes de responder:

—Él y tu papá han tenido algunos problemas…A eso se debe su irritabilidad. Se le pasará en unos días…O quizá semanas —dijo con una voz baja.

Gretel no pudo hacer más que rodar los ojos. Su hermano le parecía tan exagerado, tan dramático… Más aún, lo que más le molestaba era cómo tenía la costumbre de desquitarse con todos; irónicamente, le recordaba a Friedrich, su padre.

Dejó su plato a medio acabar y la criada, tan silenciosa como un ratón, lo recogió. La jovencita se fue a su habitación y de ahí no salió en todo el día.
La tarde se resumió en ella probándose cada vestido del armario, sin importar el desorden que al final sería ordenado por la doméstica.

En el aburrimiento se dedicaba a hojear libros sin realmente leerlos, a asomarse por la ventana y observar a la gente ir y venir. Sin embargo, había algo que Gretel hacía más que cualquier otra cosa: imaginar.
Sus ilusiones y sueños eran lo que más la hacían feliz, pese a que sólo fueran eso: sueños. Y, para ella, su más anhelado sueño era encontrar al amor de su vida.
«¿Dónde estará? ¿Cuál será su nombre? ¿Cuándo lo conoceré?»
Esas eran las preguntas que cada día se hacía y, aunque no hallaba respuesta, tan sólo pensar en eso encendía el fuego en su tan tierno corazón.

Se perdió tanto en su laberinto de deseos y aspiraciones, que, para cuando miró el reloj, ya eran las seis con treinta minutos. Con apuro, salió de su recámara, descendió las escaleras y, del perchero, tomó su abrigo. No tuvo tiempo para despedirse de su mamá.

El auto ya la esperaba frente al portón, y Otto la observó de reojo.

—Ya te estabas tardando —dijo él con un tono frío, que no hacía más que irritar a la jovencita.

Ella no le respondió nada; se limitó únicamente a morderse el labio para evitar maldecirlo.
Durante el camino no hubo ningún intercambio de palabras. Gretel sólo disfrutaba del paisaje. El cielo nublado, los faroles, el bullicio y hasta la propaganda por todas partes le parecían encantadores a su manera.

Finalmente, llegaron a la Staatsoper Unter den Linden. Gretel bajó del auto con total emoción, pues ya desde lejos había visto a Ludwig esperando por ella. No obstante, antes de que se fuera, su hermano le habló:

—Ve y no te tardes. Te estaré esperando aquí.
Dale saludos de mi parte a Ludwig —agregó, al final, con más suavidad.

Eso último, tan banal como es, significó un gesto tierno por parte de Otto. Ella le sonrió y asintió.
Caminó entre la multitud de gente, entre abrigos y elegantes vestidos, hasta encontrarse con Ludwig; esos lentes tan característicos de él eran todo lo que Gretel necesitaba para reconocerlo.
Ambos cruzaron miradas y se sonrieron con absoluta ternura.

—Por Dios, Gretel...Ese vestido azul te hace ver tan hermosa. Esa elegancia tuya nunca te falta, ¿verdad? Después de todo, esa es tu esencia —fue lo primero que el muchacho dijo al verla; su voz era una caricia al alma de la joven.




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