Noviembre, 1936
Berlín, Alemania.
Ya habían pasado exactamente seis días desde que Gretel había ido al teatro con Ludwig, y seis días en los que, al menos una vez al día, pensaba en Hoffmann.
Su vida avanzaba con normalidad: ir a la escuela, tratar de practicar con el piano y ayudar en el hogar.
Pese a su estatus social y cierta fama por su apellido, las amistades no eran abundantes para ella. Cuando sus padres trataban de alentarla a hacer nuevos amigos, apartaba la mirada con desinterés, pero, muy en el fondo, era algo que anhelaba. Ver cómo las pocas amigas que tenía se divertían con otros la hacía sentir sola y absolutamente miserable.
Pensaba que ni siquiera alguien tan cercano a ella como lo era Ludwig podía entenderla, y ese pensamiento causaba que se fuera aislando más sin siquiera darse cuenta.
Al mismo tiempo, el tan solo pensar en la soledad le causaba malestar: náusea, molestia en el estómago y algo similar a una daga siéndole enterrada en el pecho. Pero en Gretel no solo había tristeza, sino también envidia. Si el más pobre y mísero tenía más felicidad y compañía que ella, entonces una envidia profunda le recorría el cuerpo a la joven, sin siquiera detenerse a pensar en las cosas que ella sí poseía. A través de los ojos de Gretel, ella no tenía nada, y aquel que tuviera, quizá no lo merecía tanto... O al menos era lo que pensaba.
Mas lo que profundamente envidiaba no eran las amistades, era la familia; aquellos con una feliz familia, un padre amoroso.
Eso no era algo que apenas se formaba en ella, era algo que nació en sí misma cuando apenas era una niña.
Ningún rayo de sol se lograba filtrar por las múltiples ventanas que había en la extensa casa. Lo único que se sentía era el denso frío que hacía temblar a Gretel.
Dio la hora de comer. Marleen, junto a las criadas, se había dedicado arduamente a preparar una deliciosa comida y a poner la mesa como si de un evento especial se tratase. El comedor lucía impecable; la lámpara de araña emanaba cálida luz, y el delicioso aroma de comida recién hecha llenaba el lugar.
Era un banquete que todos iban a disfrutar.
Gretel salió de su habitación para dirigirse al comedor. Al ver todo tan reluciente y ordenado, no pudo evitar sonreír, mas el saber que tendría que comer en la misma mesa que su papá le formaba un nudo en el estómago. Tomó asiento, después lo hizo su madre, siguió su padre y el último fue Otto.
Ninguno mostraba alegría o comodidad genuina; solo Marleen y Gretel se esforzaban en sonreír, pero Otto ni siquiera se tomaba la molestia de disimular su desagrado. Como era usual, Friedrich observaba a cada uno y entonces elegía a quién humillaría. Esta vez fue el turno de Otto.
—¿Cuándo vas a conseguir un trabajo real, eh, muchacho? ¿O qué te ha traído jugar a ser artista? —El hombre le dirigió la palabra a su hijo, con una voz aborrecible que bastaba para arruinar el día de todos.
—Friedrich... Disfrutemos de nuestros alimentos, ¿sí? —dijo Marleen, en un intento de evitar que la situación escalara a algo aún más desagradable.
Gretel no decía y mucho menos hacía. Solo se podía limitar a observar su plato, el cual cada vez se iba tornando menos apetitoso. Ella sabía que, si se atrevía a siquiera chocar miradas con su papá, entonces se volvería el blanco.
—Por tu culpa nuestro hijo es un inútil, Marleen. Nunca permites que se le confronte, ¿no te das cuenta del holgazán en el que lo estás convirtiendo? —le respondió Friedrich, sin pena ni compasión.— Anda, Otto, responde mi pregunta. ¿Te ha sido útil desperdiciar tu tiempo pintando? —insistió.
El joven se mostró indiferente, ni siquiera tensó la mandíbula ni mucho menos volteó a ver a aquel hombre que se hacía llamar su papá.
—Sí, sí me ha sido útil —contestó él, con esa voz tan tranquila que era como una bofetada para Friedrich.
Pese a esa insoportable despreocupación por parte de él, el hombre se rehusaba a quedarse callado, pues eso significaría perder ante su hijo.
—¿En qué? ¿En convertirte en un parásito? ¿En traer deshonra a esta familia? ¡Por Dios, Otto! —exclamó él, ahora dirigiendo su atención a su hija—. ¿Y tú, Gretel? ¿Sigues perdiendo el tiempo con el muchachito de lentes?
Ella no sabía a dónde mirar; su nerviosismo escalaba por cada palabra que saliera de la boca de su padre. Pese a que sentía la obligación de responder, el nudo en su garganta se lo impedía, transformando sus palabras en murmullos incomprensibles. Para su mala suerte, eso solo empeoraba la situación.
—¡Habla bien, Gretel! ¿Olvidaste cómo se habla? ¿Te quedaste muda? —Él alzó la voz, con una evidente irritación en ella.
A pesar del miedo que Marleen sentía hacia su propio marido, una vez más trató de ponerle un alto, incluso si en el fondo era consciente de que sería inútil.
—Por favor, cariño... La comida se enfría —dijo ella, en un débil hilo de voz.
—¡Cállate, Marleen! —gritó él, su voz resonando por todo el comedor—. ¿No te das cuenta de que trato de corregir a nuestros hijos? ¡Son una decepción, y yo solo quiero que tengan un futuro prometedor!
Toda la atención del hombre se centró en su esposa, a quien torturaba todos los días; ya fuera con acciones o palabras. Aunque Otto deseaba defender a su mamá, él sabía que no podía hacer mucho. Por otro lado, Gretel anhelaba que su papá fuera otro.
El joven, inexpresivo, se levantó de la mesa y se retiró. Un dolor agudo se hizo presente en el estómago de Gretel. Su piel estaba gélida, mas no paraba de sudar. Sus piernas temblaban y apenas podían sostenerla.
Por un instante, ella permaneció ahí, observando fijamente cómo sus padres discutían, hasta que, con desespero, huyó a su habitación, donde se encerró y se derrumbó sobre su cama.
Por más usual que fuera el hecho de que sus padres discutieran, no lo hacía menos agonizante para ella.
Sin la atención de su padre, sin el afecto de su madre y con la frialdad de su hermano, ¿qué poseía ella?
Por más lujos que adquiriera, ninguno podía llenar aquel vacío en ella, y eso le generaba culpa.
«¿Seré ingrata? ¿Será que, en realidad, lo tengo todo, mas no lo veo?», se preguntaba a sí misma.