En el camino, Gretel, con frecuencia, alzaba la mirada para poder hallar el rostro de Ritter. Sentía una necesidad inexplicable por observarlo, como si hubiera sido hechizada para no quitarle los ojos de encima.
No era que él tuviera el talento de contar cosas fascinantes ni que hablara sin parar; en realidad, parecía que su única virtud era hablar de música y, con constancia, hacía pausas largas que permitían a Gretel imaginar cientos de cosas sobre este hombre que, para ella, parecía sacado de una novela.
Pasaron por una joyería, después por una tienda de sombreros, hasta dar con la confitería „Lebkuchenherz”, la cual tenía una fachada antigua y vitrinas de madera barnizada.
En un acto de caballerosidad, Ritter sostuvo la puerta para dejar pasar a la dama primero. Con pasos temerosos –como si tuviera miedo de despertarse de un magnífico sueño–, entró al lugar y después le siguió el adulto. El dulce aroma a café, nuez y chocolate les arrancó un suspiro a ambos; era un sitio innegablemente acogedor.
Las mesas eran redondas y de nogal oscuro, con un mantel de encaje sobre ellas, acompañado de un pequeño jarrón con flores a punto de marchitarse.
Fue el hombre quien eligió la mesa y, con un movimiento casi orquestado, le ofreció la silla para invitarla a sentarse. Gretel sentía que había algo especial en la manera en que Ritter hacía las cosas; no le parecía que fuera únicamente cortesía: tenía un toque especial que la hacía sentirse vista, apreciada.
—He de serle honesto, señorita –cerró el menú en seco, sin siquiera haberlo leído un poco–: aborrezco este lugar –admitió en un tono frío, casi como si ese hombre amable con el que Gretel había conversado hace un rato se hubiera esfumado.
Tal comentario sacó a la muchacha de su ensoñación. En un instante, sus ojos dejaron de analizar el menú para centrar total atención en él. Una punzada en el estómago hizo que se llevara las manos a este y, aunque quería preguntar el porqué de tan repentina confesión, nada salía de sus ya temblorosos labios. De estar en un cuento de hadas, pasó a volver a estar en el comedor con su padre.
—Lo detesto porque es imposible elegir entre tantas delicias –finalmente aclaró, regresando a su voz inicial–. ¡No me parece justo tener que elegir entre una rebanada de Schwarzwälder Kirschtorte, un Apfelstrudel, una Himbeertorte y las demás irresistibles exquisiteces de este lugar! ¿Cómo podría escoger solo uno?
Alivio absoluto. Eso fue lo primero que la joven sintió al darse cuenta de que solo era un chiste. El aire volvió a sus pulmones, un gran peso se le fue de encima. Una leve risa nerviosa escapó de sus labios.
—¿Tanto le gustan los postres, Herr Hoffmann? Nunca lo habría pensado... –dijo ella, casi como un suspiro.
—Aunque no lo crea, los viejos como yo también podemos ser adictos al azúcar; es mi gran debilidad –bromeó él, sin quitarle los ojos de encima a Gretel, como si estuviera analizando su reacción ante cada palabra suya.
«Viejo»... Esa palabra se quedó impregnada en la mente de Gretel. Era una palabra que, pese a que no le incomodaba, dejaba en ella una sensación rara, algo que no podría explicar.
Ella ladeó la cabeza, tratando de estar en la misma sintonía que el adulto frente a ella. Sin siquiera darse cuenta, Gretel tenía el profundo deseo de poder agradarle en su totalidad.
—No pienso que usted sea viejo... –respondió ella, más similar a un acto de amabilidad que a una verdad.
Esa respuesta, tan falsa como sonaba, desencadenó una carcajada en el hombre.
—¡Por favor, Fräulein! ¿Cuántos años siquiera cree que tengo? ¿Será que, para usted, aún luzco como un mozo en sus veinte años? –dijo entre risas, inclinándose levemente hacia el frente.
La muchachita no pudo evitar ponerse nerviosa, pero la risa del adulto desató en ella algo que describiría como confianza. Ante sus ojos, él era diferente a los otros adultos.
—Yo creo que usted tiene... ¿Treinta y seis años? Quizá treinta y nueve –mintió sutilmente, acompañada de una sonrisa tímida.
—Cuarenta y tres años –le corrigió él, sin ningún rastro de vergüenza alguna–. ¿Pero qué hay de usted? Se ve como un pequeño capullo que apenas comienza a florecer.
Fue imposible para Gretel no abrir los ojos con total sorpresa. Él era tan solo unos años más joven que su padre, y eso, más que causarle miedo, encendió una chispa de curiosidad y fascinación en ella.
—Tengo quince años.
—Quince... –Ritter repitió en un susurro, más para sí mismo.
Asintió levemente y no dijo nada más, casi como si se hubiera detenido a pensar a profundidad. La joven se tensó por el repentino silencio; no estaba segura de si había hecho algo mal. Intentaba buscar una respuesta, pero el rostro del adulto le era imposible de leer.
Fue el mozo quien rompió ese silencio, pasando a tomar la orden. Sin importar que la menor no hubiera expresado lo que quería, Hoffmann pidió para ella un Apfelstrudel y para él, una porción de Himbeertorte.
Después de haber ordenado, Ritter colocó los codos sobre la mesa, entrelazando sus dedos y dejando descansar el mentón sobre sus manos.
—Sabe, Fräulein Nachtwein... Me da gusto que esté interesada en tocar el piano. Puedo ver a través de sus ojos que posee el alma de un artista. Cuando yo tenía su misma edad, todo mi tiempo lo dedicaba a la música; aprendí a tocar el piano, el violín y el órgano. Quiero que usted tenga la oportunidad de pulir su talento y, si gusta... –hizo una ligera pausa dramática– yo podría ayudarla.
Pese a que no sonrió de inmediato, los ojos de Gretel hablaban por sí solos. Su mirada se llenó de fe, de profunda alegría. Por primera vez, un superior –como la misma joven lo describiría– tenía esperanza en ella; y eso era mejor que recibir cualquier cosa material.
—¿Habla en serio, Herr Hoffmann? –preguntó Gretel, similar a una plegaria. Era innegable el entusiasmo que había en sus ojos.
Él le dedicó una sonrisa suave, con ese encanto tan propio.
—¡Por supuesto! Me he dedicado a ser profesor de música desde que tenía veintiocho años, y hasta el día de hoy es mi trabajo. Usted podría acudir a mi estudio, o yo a su hogar, como usted elija –le ofreció, convirtiendo unas simples palabras en algo que podía asemejarse a un hechizo.
Tal propuesta aceleraba el joven corazón de la muchachita. Por más que tratara de disimular su profundo contento, era imposible. Su mente ya empezaba a imaginar cómo sería todo a futuro; era prácticamente un maravilloso sueño.
—¡Lo hablaré con mis padres! Muchas gracias por darme esta oportunidad, Herr Hoffmann...
El camarero interrumpió la conversación, trayendo los postres a la mesa. El aroma proveniente del Apfelstrudel era exquisito; la manzana con ese toque a canela formaban la combinación perfecta.
—Pruébelo, Fräulein. Quiero saber si mi elección para usted logra conquistarla; aunque, si no le gusta, siempre puede dármelo a mí –le guiñó el ojo con galantería.
Con la mano temblorosa –debido a la conversación previa, que desató su apasionamiento–, sostuvo el tenedor y agarró un pedazo del strudel, llevándoselo a la boca.
—¡Está delicioso! –exclamó, en total placer al poder sentir la textura suave de la manzana y el toque especiado de canela–. Es el mejor strudel que he probado.
—¡Me complace ver que ha quedado encantada! Ahora sabe que, cuando se trate de postres, siempre podrá confiar en mí.