Caminaba lentamente hacía mi salón, cabizbaja, como siempre.
Trataba de evitar a Aldo y a los "brutos", como le llamábamos a los perros que andaban tras de él.
Pero esta vez no funcionó.
A pesar de no entrar en el estereotipo de una chica bonita, siempre estaba acosando.
Me tomó del brazo y me llevó hasta el sanitario de varones.
Forcejee, pero no sirvió de nada.
Recibí una cachetada. Solté un chillido y golpeó mi estómago.
-Esta vez serás mía- dijo a mi oído provocandome náuseas
-Deberían de meterse con alguien de su tamaño- una voz desconocida se escucho por todo el lugar.
Aldo se alejó de mi y fue tras de él, Daniel, otro chico que también sufría abusos.
Recibió unos golpes en el estómago, uno en la nariz y otro en las costillas.
Rio aún con todos esos golpes.
Un chorro de sangre salía de su nariz. Tocó el timbre y se fueron. Me arrastré hasta él y tomé su rostro.
-Gracias- dije dolida y a punto de llorar
-Nunca te dejes de ellos, no seas tonta como todos los demás- pronunció con cierto enojo, sin embargo lo abracé
-De todas formas, gracias- y lloré, lloré por él, por mi y por todas esas personas que recibían golpes.
Lavó su rostro mientras yo seguía tendida en el suelo.
Me ofreció una mano y ayudó a levantarme.
Caminamos a la cafetería y pude hablar un poco con él, ya que era una persona que no hablaba mucho.
Asistí a mis otras clases. Pregunté a un profesor sobre él
-Es un chico que no habla, pero tampoco pone atención en clases. No causa problemas, pero no es brillante- pronunció las palabras agobiado y me retire.
Lo vi en el pasillo de nuevo, esta vez con un golpe en la mejilla. Me preocupe y lo llevé a mi casillero. Tomé un algodón y lo humedeci con alcohol.
Tenía sangre seca y cure esa pequeña herida.
Sonrió y nos fuimos de la escuela.
Desde ese día, siempre la pasábamos juntos.
Algunas veces escapamos de clases para poder vernos, ya que no estábamos en el mismo salón.
Pasábamos horas hablando sobre nuestros sueños y gustos.
En especial sobre nuestro más grande secreto: las heridas que nosotros nos provocamos.
Era muy chiquilla cuando pasé una navaja por mi brazo, pero no importaba, mis problemas en aquellos tiempos eran muchos, incluyendo el hecho de que mi madre no se hacía cargo de mi por estar con hombres.
Daniel era un chiquillo mimado, tenía una casa lujosa y grande. Le compraban todo lo que él quería, pero se sentía sólo, muy sólo.
Ni un solo amigo pudo hacer. Entonces también probó la ayuda de una navaja.
Suicidas y raros, eso éramos para todos.
Pero se nos olvidaba cada que iba a su casa y hacíamos pruebas de tiro con las armas de su padre.
Comenzamos a matar animales por gusto y los metíamos en los casilleros de las niñas huecas, a los que callaban los abusos y permitían más.
El golpe perfecto fue cuando logramos averiguar la dirección de Aldo y cada uno de los brutos.
Cada día dejábamos animales muertos, con su nombre escrito a navaja, en la puerta de su casa.
Llamaron a la policía, pero había tantos sospechosos que las autoridades no sabían que hacer.
Por nuestra parte, éramos demasiado cuidadosos.
Nadie lograba imaginar que dos chicos de 17 años podrían hacer eso.
Mi madre no notaba mi ausencia en casa, y por una parte, eso me hacía sentir bien.
Estábamos viendo el pueblo desde el balcón de Daniel cuando él me dijo que cerrará los ojos.
Una vez los cerré, él plantó un beso en mis labios. Un beso que tenía mucho significado, ya que era nuestro primer beso.
Lo abracé y seguimos mirando a todos los habitantes de aquél lugar.
-¿A quién le dispararías?- preguntó mientras escribíamos nombres en botellas de vidrio
-A Jully y Sandra- anotó con fervor en una botella ambos nombres- ¿Y tú?
-Al profesor de química y a su excelente hijo- dijo mostrándome la botella.
-¿Listo? - asintió
Nos alejamos un poco y comenzamos a disparar.
Aunque nunca había hecho eso en mi vida, podía admitir que podía soltar tensión.