Vista Gentil-Libro2

Conociendo a los Simblanca y a los Gentil

Esta familia era bastante peculiar, ya que estaba formada por el matrimonio Pepo y Flora con sus dos hijos, el hermano de éste que era supervisor en el cementerio, (aunque su rendimiento era cuestionable ya que se pasaba su jornada durmiendo), su mujer y sus dos hijos pequeños. Pepo trabajaba hasta altas horas de la madrugada ejerciendo de Dj para un puñado de jóvenes alocados, pero aunque apenas le pagaban, éste era feliz cumpliendo su sueño. La verdad es que los dueños de la disco accedieron a que dejara ir sus dotes artísticas con una condición, solamente le podían pagar en bebidas o algún snack o lo que consiguiera con las propinas (bastante escasas).

Los demás camareros al final del día se hacían los tontos cuando tocaba repartir las propinas y si así era, a él siempre le tocaba las de perder.

Pero lo que era seguro es que cuando llegaba a casa, por todas las bebidas que le regalaban, terminaba con una borrachera descomunal, acabando tirado en la cama hasta pasado mediodía. Después, el resto del día se lo pasaba por ahí, visitando a sus amigos y “cogiendo prestadas” algunas de sus cosas para venderlas en el mercado de segunda mano.

Su hermano y su mujer apenas colaboraban en las tareas de la casa, se la pasaban viendo películas, aunque a pesar de todo las dos mujeres se llevaban bastante bien. La esposa de Pepo era paciente, trabajaba junto a la hija mayor Rubí en la recepción de un spa. Ella era la responsable y tenía un buen sueldo, aunque no lo suficiente, teniendo en cuenta que tenía que mantener a la familia de su marido que estaban allí de gorra.

Por eso, cuando Berto el hijo menor tuvo edad suficiente para ser independiente, lo echaron de casa y fue a vivir con su novia Begoña.

Begoña también provenía de una familia de clase baja, los Novato, Roberto e Isabel. Éstos vivían modestamente, pero querían mucho a su hija. Les hubiera gustado que ésta se casara con alguien importante, pero respetaron el amor que sentía por aquel desgarbado muchacho de cabellos rubios, que era un buen chaval y no pusieron objeciones a su casamiento.

Con los pocos ahorros de sus padres lograron comprar una pequeña casita prefabricada que apenas tenía lo justo para vivir.

Begoña por entonces se ganaba la vida desde adolescente vendiendo los pastelitos que hacía ella misma, en un puesto callejero. Berto la ayudaba también y tras su boda, trató de conseguir diversos empleos sin ningún éxito, por lo que Begoña era la que traía el dinero a casa, trabajando ahora en la cocina de un restaurante de carretera.

Una noche, Berto llegó inusualmente alegre a casa.

Begoña estaba preparando la cena y éste la abrazó por detrás besándole el cuello enormemente cariñoso:

—Mmmm… huele de maravilla, como siempre mi amor… pero antes me gustaría ofrecerte el postre.

Ésta no tuvo tiempo casi ni de apagar los fogones, desconcertada porque normalmente su marido no se comportaba así, en cuestiones de amor era bastante soso, pero le dirigió una sonrisa pícara mientras se dejaba llevar hasta la habitación en penumbra y allí fabricarían al primer hijo de la pareja.

A pesar de su condición humilde y aunque los tres embarazos fueron accidentales, (los tres, producto de tres noches de pasión desmedida y alguna que otra copa de más…) los hijos fueron muy amados. Begoña pudo ver que los dos habían heredado el cabello pajizo de su padre, ya que ella tenía el cabello negro, siempre sujeto en un moño bajo, ya que le molestaba al cocinar.

A León el primogénito lo tuvieron que poner en la habitación de la plancha. Allí tenían también la lavadora y la primera vez que tuvieron que ponerla, preocupados por si molestaba el sueño del bebé, extrañamente el zumbido del centrifugado le encantó y se durmió sin emitir ni una lágrima. Pero aquella habitación era tan pequeña que apenas cabía una cama grande y cuando nació Icaro, el segundo, no les cupo la cuna y tuvieron que ponerla en el recibidor, entre el zapatero y el colgador de pie.

León desde pequeño se juntó con malas compañías y la muerte accidental de su padre agravió más su carácter, haciendo que se saltara continuamente las clases, con la consecuencia que, ya en la pubertad, lo expulsasen del instituto.

—No te preocupes mamá, para lo que quiero dedicarme de nada me sirve tener mi bachillerato. Qué mejor escuela que la vida —Pero aquellas filosofías no la tranquilizaron, es más, la hicieron preguntarse de donde sacaba el dinero cada semana. A su madre le apenaba que su hijo fuera casi un delincuente, pero bastante tenía con un bebé revoltoso de poco más de tres años y uno más en camino. Además, tenía que lidiar con la profunda tristeza que le había ocasionado la muerte de su esposo.

Lo descubrió una terrible tarde en que había ido a buscar a su hijo Ícaro a casa de una vecina después del trabajo, al regresar a su casa no encontró rastro de su marido, cosa rara porque era tan cariñoso que siempre la esperaba con un beso y un abrazo.

Pero al dar la vuelta a la casa y ver el mustio jardín: (no había rastro de césped, solamente tenía una mesa de madera con bancos, una barbacoa que encontraron tirada en un contenedor de basura y un raquítico pero resistente árbol que ya estaba allí cuando se mudaron) y vio el foso con agua que les hacía de piscina.

Flotando boca abajo en el agua (no podía flotar mucho, porque la piscina era diminuta, solamente de un metro cuadrado) estaba el cadáver de su marido, con un terrible golpe en la cabeza, encallado en una de las esquinas.

Begoña necesitó la ayuda de su hijo cuando vino de sus “misteriosos” asuntos, para sacarlo. Tuvo miedo de que los vecinos comenzaran a especular y acusarla de matarlo, pero realmente Berto nunca había conseguido un contrato y nada conseguía tras su muerte, pero tuvo miedo igual.

Cuando vino la policía, les dijo que se había tropezado con la escalerilla y cayó dándose un golpe con el borde.




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