No os preocupéis, queridos lectores, que no he olvidado a la más excéntrica y famosa familia de Vista Gentil.
Homero y Elvira tuvieron a una preciosa hijita a la cual llamaron Cassandra y a un niño prodigio llamado Alejandro.
Elvira pasaba sus tranquilos días tocando el piano de cola de corte antiguo que había en el amplio salón, o pintando en el caballete del jardín. No es que se le diese muy bien, pero la distraía y eso es lo que contaba.
Los sábados iba a un Pitch&putt en el barrio vecino Sunset Valley para dedicar algunas horas a jugar al golf y a reunirse con sus antiguos vecinos los Del solar, que frecuentaban esos ambientes y en ponerse al día de los cotilleos semanales.
Elvira admiraba mucho a su marido, el famoso científico que había inventado el Elixir de juventud y que estaba vendiendo en las grandes élites a precios desorbitados. Ella la había probado en sus inicios, por eso, a pesar de contar ya la cincuentena, su rostro todavía se mostraba terso para la envidia de sus pocas conocidas.
Sus dos hijos eran su orgullo y Alejandro, a pesar que todavía era un niño, mostraba ya las cualidades de su padre y a veces éste dejaba que lo ayudara en alguna de sus investigaciones.
Cassandra siempre había sido una niña muy seria y callada, le encantaba sentarse en el cementerio familiar y conversar con sus familiares fallecidos o tocar para ellos el violín.
Hacía varios años que había dejado la universidad y aunque podría haber sido una gran científica como su padre y hermano, prefería la música y soñaba con pertenecer a una orquesta de prestigio.
Ambos hermanos habían probado el elixir de su padre, por lo que, a pesar de casi tener la misma edad, (se llevarían unos seis años) Cassandra parecía bastante más joven que María Antonia, su amiga y referente como mujer resiliente y trabajadora.
Además de aquella mujer, su único amigo era Tristán, de los Soñador. Habían estudiado juntos y desconocía el amor secreto que el hombre le profesaba desde hace años ya.
Pues bien, dejemos de momento a esta peculiar criatura, para centrarnos en su madre.
Elvira, aunque como he dicho amaba a su esposo, pasaba mucho tiempo sola y poco a poco inició una inocente amistad con Juan. Éste había tratado de seducirla, ¿acaso alguien lo dudaba? Pero temía demasiado la ira de su marido, quien sería capaz de cualquier cosa con sus extraños juguetitos que guardaba en el laboratorio.
Por eso se limitó a pasar las tardes con ella, enseñándole infructuosamente a bailar salsa o bachata, (Elvira se mostraba demasiado rígida para movimientos tan sugerentes, prefería más el vals, que consideraba un baile más elegante) y acababan comentando la trama de algún libro que compartían los dos o bebían alguna copa de vino blanco que costaba más de lo que Juan podía ganar en una semana de trabajo.
Homero sabía de las reuniones de su esposa con aquel “mujeriego mentecato” como lo llamaba él, pero confiaba plenamente en ella y sabía que su honor como marido estaba intacto y además tenía un interés personal en que su amada Elvira fuera feliz.
Pero una noche en que Elvira, cansada de esperar que su marido le hiciese algún caso y subiera a cenar, después de darle un besito de buenas noches a Alejandro y tratar de abrazar cariñosamente a su hija, aunque ella pusiera los ojos en blanco y la apartase alegando que no le gustaban los abrazos, accedió a visitar la casa de Juan para descargar con él sus problemas conyugales y le diera algún tipo de consejo.
Allí pasaron una velada muy tranquila, Juan se portó en todo momento como un caballero y no intentó propasarse. Subieron a la terraza y le mostró el firmamento, que se encontraba totalmente limpio de nubes. Elvira miraba extasiada por el visor y éste le daba continuas explicaciones, sintiéndose completamente satisfecho de poder compartir sus conocimientos con aquella mujer que lo cautivaba.
Pero ¡ay! aquella calma no podía durar demasiado, Juan sacó una botella de Merlot que había guardado para alguna ocasión especial, ya que Elvira parecía pasarlo mal por culpa de su marido el científico loco y él en el fondo se consideraba su amigo y quería reconfortarla. Éste no pudo controlar sus instintos y tras un emotivo abrazo, acercó su cara a la de ella para robarle un beso. Pero Elvira se apartó de él haciéndole la cobra y negó decididamente con la cabeza, diciéndole orgullosamente:
—No Juan, ya lo hemos hablado infinidad de veces, yo no soy una de tus otras amantes. Me considero lo suficientemente sensata para mantenerme en mi lugar, te considero un buen amigo, me molesta que seas un picaflor, pero es tu vida y no te he juzgado nunca. Te pido que dejes nuestra relación así como está, te aprecio mucho y es verdad que me has sido un gran consejero, pero amo a mi marido y no aceptaré que me trates como a las demás. —Juan trató de disculparse, sabía que tenía razón, Elvira nunca había caído bajo sus encantos y eso es lo que más la atraía de ella. Ambos hicieron amago de levantarse, Elvira miró la hora en su reloj de oro, pero entonces una luz los cegó.
Juan se despertó totalmente desorientado en la terraza de su casa, buscó a su amiga, pero no vio rastro de ella. Todavía se encontraba bajo los efectos del vino, pero ya estaba acostumbrado a la bebida y le sorprendió que hubiera perdido el conocimiento tan fácilmente.
Recogió la botella vacía y las dos copas, el plato con los restos del queso que habían tomado como tentempié y bajó, llamando a Elvira; tal vez estaba en el baño, tan indispuesta como él.
Pero aquella mujer tan elegante había desaparecido para siempre de su vida.
Homero se pasó las semanas indagando, preguntando a sus conocidos, visitando a la policía por si sabían algo de ella sin ningún resultado. El hombre estaba totalmente devastado.
Pasaron los meses y aquel hecho tan misterioso dio paso a una relativa tranquilidad. Homero seguía con sus otras invenciones, pero ignoraba que, en las sombras, alguien tenía unos perversos planes para su futuro.