¡vive la Reine! (+16)

Plaza de la Revolución: El nacimiento de un nuevo Rey

En la mañana del día 16 de octubre, un inmenso movimiento en la ahora bautizada Plaza de la Revolución hace temblar las desastrosas calles de Sangnnaire. Todos están ansiosos por reservar un buen lugar donde puedan admirar el espectáculo final de la trágica reina, cuyo cierre cambiará la vida de todo el país. Mientras esperan a la hora pactada, algunos de los ciudadanos luchan por conseguir algún puesto de trabajo; otros, prefieren estirar las piernas o chismosear con sus vecinos.

La Catedral, testigo de la coronación de Cosette y el bautismo del príncipe, observa cómo seis hombres levantan una estructura de madera en medio de la plaza, cómo arman al verdugo de la reina y cómo prueban su cuchilla una y otra, y otra, y otra vez…

Los segundos se convierten en minutos, y los minutos, en horas. Los preparativos están casi terminados.

─¿Revisaron que la hoja estuviera afilada? ─interroga un séptimo hombre, de cabellos oscuros como el carbón, con una expresión facial y un tono de voz frío e intimidante, apareciendo repentinamente en el escenario y subiendo los escalones de la plataforma.

─La hemos probado con sandías ─responde uno de ellos, con total entusiasmo, sin temor a que lo consideren un desquiciado─. Esa perra perderá la cabeza. ─Y suelta una carcajada, después de simular el corte con su dedo índice en su cuello.

─¿Creen que deberíamos informar para que comprueben que todo está en orden? ─inquiere un joven, de cabello corto rubio oscuro, atando la cuerda, que manipula la cuchilla horizontal de la guillotina, en el montante derecho.

─No creo que sea necesario ─comenta el adulto encargado de traer la fruta de una de las tiendas (el vendedor no tuvo drama alguno; aceptó regalar cualquier cantidad de sandías necesarias con tal de que dicha decapitación sea un éxito)─. ¿Ya está listo, cierto?

─Si quieren probar una última vez para asegurarnos... ─propone el rubio, un poco inseguro.

─No malgasten comida en esto ─sugiere el primero, y sus compañeros lo observan─. Si el corte es como el de un cuchillo sin afilar, ¿sentirían lástima por esa mujer? Porque yo no. No me importaría oírla chillar como a un cerdo siendo degollado.

Envenenado por el odio y la perversidad, lo único que ansía es la muerte de la soberana. Por culpa suya, su amado primogénito, de tan sólo tres años de edad, por falta de atención médica y sin acceso a un medicamento que pudiera atarlo en el mundo de los vivos por más tiempo; el pequeño le suplicó a su padre, muy débil y sollozando, dejarlo ir en paz, que no prolongara más su sufrir. A duras penas podían sobrevivir él y su mujer con lo poco que tenían, sacrificando sus raciones para dárselas al niño. Hoy se cumplen seis años de su fallecimiento. Es comprensible su ira por la reina: ignoró todos sus gritos de auxilio ─en realidad, dicho llamado nunca le fue entregado─. Y esto mismo lo condujo a pedir por su cabeza, meses antes del estallido de la Revolución, tras la muerte de su esposa. Pero tampoco puede sentirse orgulloso: Asesinarán a una persona, después de todo. «Desearía que no hubiéramos llegado a esto», es uno de sus tristes pensamientos.

─¡Es verdad! ─exclama el segundo, con interés─. Prefiero que agonice antes que darle una muerte rápida e indolora.

Mientras estos hombres se retiran a dar el informe, en lo alto de una de las torres de la Conserjería, a través de la única y pequeña ventana rectangular que permite el paso de la luz natural y el aire fresco, ventilando un poco la estrecha y pestilente celda que cuenta con un sillón de caña, dos sillas, una mesa de madera y un incómodo castre; encima de él hay una almohada rellena de plumas y una sábana manchada y con algo de polvo; una adolorida mujer de alborotados cabellos como los rayos de sol y de tez blanca como la nieve admira a lo lejos al instrumento que llevará a cabo su sentencia.

Verla en un estado apagado es como admirar a una muñeca de porcelana fría: La pálida y suave textura de su piel la hace lucir como un fantasma, o crea ese temor de la aparición de una fisura, el estropear sus inocentes y encantadoras facciones con tan sólo el roce de la yema de los dedos al querer acariciarla dulcemente. El alma de la reina brilla por su ausencia; sus ojos amatistas ahora observan la nada misma, después de dejarse caer al suelo con desgano, apoyando sus manos en sus piernas y recostar la cabeza contra la pared. ¿Por cuántos infiernos ha pasado esta desgraciada mujer, que ha perdido cada fragmento de su ser? Su figura ha dejado de vestir ropajes elegantes y los que resaltaban su título de reina, diferenciándola de los miembros de la Corte; ligeros y aburridos vestidos negros de mangas largas es lo único que viste. Sus rosados y agrietados labios apenas están abiertos, como si fuera a decir la palabra o la oración que aún no termina de armar en su mente.

Sus lágrimas se han secado de tanto lamentar su cruel destino, pero también por felicidad: el haber podido sacar a tiempo a su familia del palacio y ocultarlos en un sitio lejano y seguro que solamente ellos conocen ─y el que recuerdan con cariño, por sus vidas pasadas─. Aunque pudo cumplir ese deseo, no se siente lista para despedirse de este mundo: Está dejando tareas inconclusas y un oscuro futuro donde la guerra es la principal protagonista.

El repentino olor a tabaco invade sus fosas nasales. El oficial encargado de hacer guardia se encuentra fumando a gusto cerca de la celda de la condenada y sentado en una silla, despreocupado porque el aroma quede adherido a los cabellos, a la ropa y a la delicada y blanca piel de la prisionera.

La mujer no suelta palabra para pedirle amablemente que por favor no fume en el mismo cuarto que ella; se deja llevar por aquello, recordando sus días de gloria, elegancia y felicidad, a la tarde en la que solía jugar con su primo y miembros de la Corte en la sala de juegos, charlando y disfrutando de la compañía…




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